Jueves, 25 de octubre de 2007 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
El texto que copio a continuación estaba escondido, doblado hoja por hoja, dentro de un ejemplar de los Prólogos de Borges que encontré en una librería de viejo de calle San Juan. Ignoro si su autor es Nicanor Pérez, aunque sospecho que se trata de un relato que mi viejo amigo inició y luego fue completado por otro, probablemente mister Wingren, quien parece tener ciertas pretensiones de cuentista.
El cuadro estaba en el living room, colgado encima de una mesita de patas gruesas sobre la cual había unos cuantos soldaditos de plomo que representaban (no todo, pero lo esencial) lo que se podía ver en la imagen. El dueño de casa, Prudencio Díaz Alcácer, era un historiador que ya andaba cerca de los noventa años. Usaba lentes muy gruesos y para leer lo poco que podía ver de los libros o los diarios que consultaba debía quitárselos y aproximar su cara al papel hasta que su nariz le indicaba que no podía avanzar más allá. Era respetado por todos gracias a la seriedad de su trabajo y acaso también porque consideraba una banalidad todo tipo de promoción de su propia obra. De hecho, sus investigaciones habían sido comentadas más en el extranjero que en nuestro país, donde había nacido y sobre el cual trataba la mayor parte de sus escritos. Publicaba más en otros lugares que en Rosario, donde había permanecido durante casi toda su vida salvo por un breve período en el que residió en un campo cercano a Santa Teresa. Es cierto que también estuvo en Francia y en España asistiendo a congresos dedicados a la historia americana, pero no fueron demasiados los días que se mantuvo alejado de su ciudad natal. Iba con frecuencia al diario donde yo trabajaba, ya que al ser el más viejo del país tenía en su archivo documentos periodísticos inhallables o al menos muy difíciles de conseguir. Enternecía verlo de pie frente a las grandes mesas del archivo, absorto, la cara prácticamente apoyada en los amarillentos papeles que miraba. No pocas veces nos quedábamos en mi oficina del suplemento literario, vecina al archivo, conversando de una y otra cosa, sobre todo de su amistad con mis dos abuelos en tiempos de la Liga del Sur. Una de las ocasiones en que lo visité estaba trabajando en su monumental historia de Juan de Garay, que ignoró si llegó a terminar o si la terminó y fue publicada. "En usted se mezclan, me dijo sonriendo, algunas gotas de sangre de Juan de Garay por parte de su abuela materna con otras de sangre india que heredó de su abuelo paterno. Una linda combinación, ¿no cree?". Todo parecía sereno y grato en aquel departamento que su sobrino había diseñado especialmente para él. Lo que llamo departamento era en realidad una inmensa biblioteca que ocupaba casi todas las habitaciones, menos el baño y la cocina. Tenía hasta grandes cajones, en el salón central, donde podían ponerse los diarios sin que se doblaran. En otra de mis visitas, Prudencio le estaba escribiendo una carta, a mano y con una envidiable estilográfica, a un joven historiador por quien tenía particular aprecio: Marcos de Angelis. Por ese entonces yo trabajaba con de Angelis en el diario, por lo cual le propuse que me dejara llevársela. "Si espera un momento, me pidió, la termino y se la entrego". Luego de firmarla, la plegó en dos (eran cinco carillas) y la puso en un sobre que me dio abierto: un gesto de confianza que no necesitaba ser agradecido. Díaz Alcácer era de esos hombres que creía en la palabra de los demás sin que mediara papel firmado alguno. "En eso tiene razón Ortega, afirmó, el contrato es una de las tantas formas en que empezaron a decaer las relaciones humanas". A pesar de que habitualmente me quedaba hasta bastante tarde y hablábamos de infinidad de temas, jamás me animé a preguntarle directamente por lo que algunos de los que frecuentábamos el departamento llamábamos "el misterio del cuadro". Y sin dudas se trataba de un misterio, que al principio fue descubierto por casualidad.
Un periodista del diario, no interesa su nombre ahora, se sintió atraído por uno de los soldaditos de plomo que estaban sobre la mesita de patas gruesas, debajo del cuadro. Nos habían dicho que eran obra de Julio Payró y que él se los había regalado a Prudencio junto con el cuadro, que representaba una escaramuza entre ingleses y alemanes durante la guerra del 14, tal vez en algún sitio cercano a donde se libraría la terrible batalla del Marne. El curioso tomó el soldadito y lo giró para ver si encontraba alguna firma o alguna fecha. Cuando levantó la vista hacia el cuadro pudo ver, con estupor y también con algo de miedo, que la figura del jinete inglés que sostenía se desplazaba en el cuadro de acuerdo a cómo él la movía con sus manos. Cuando percibió que Díaz Alcácer se aproximaba a sus espaldas, dejó el soldadito en el lugar que estimó más exacto. El historiador quería ofrecerle un café o algún trago, y al ver cómo se sobresaltaba exclamó: "Está usted muy pálido, siéntese y ya mismo le traeré un vaso de agua". Él le explicó que sólo había sido un breve mareo, aunque aceptó sentarse y también el agua. Después conversaron acerca de los primeros pobladores de Rosario y la charla fue larga, pero mi amigo no podía olvidar lo que había pasado. Más tarde, mientras bajaba en el ascensor, recordó un par de relatos en los que las figuras de un cuadro se movían voluntariamente y el cuadro nunca era el mismo de un día para el otro. Pensó, quizás para tranquilizarse, que el episodio había sido un juego de su imaginación, de su tendencia a transformar todo en literatura. No logró calmarse y se tomó algún tiempo, no demasiado, antes de pedirnos que visitáramos a Prudencio para comprobar lo que le había sucedido.
Fuimos el Chueco Chazarretta, quien estaba en deportes pero era un amante de la historia; Marcos de Angelis, el historiador que nos serviría de excusa; y quien escribe este relato, que trata de ser lo más fiel posible a lo que ocurrió por aquel tiempo que hoy me parece tan lejano como ese poema que se sueña y se olvida a la mañana siguiente. Mientras Marcos le pedía a Díaz Alcácer, en el escritorio, que le dictara algunos fragmentos de su próximo libro para hacer un anticipo en el diario, el Chueco y yo intentábamos comprobar la relación entre el cuadro y los soldaditos de plomo. La figura del jinete que nuestro inquieto amigo había tocado ya no estaba en la pintura, por lo que no nos atrevimos a mover ninguno de los otros soldados, y en cambio nos concentramos en descubrir dónde habíamos visto el cuadro (una reproducción de ese cuadro, para ser precisos) con anterioridad. Ambos recordamos, casi al unísono, la lámina de un libro sobre la guerra del 14 que mi padre me había regalado en mi juventud y que nuestro común interés por las guerras europeas nos había hecho revisar más de una vez. Con alguna justificación absurda, abandonamos a Marcos en el departamento de Prudencio y tomamos un taxi hasta mi casa. Como suponíamos, el cuadro representaba un ataque de las tropas inglesas en el frente de Hendicourt y, como es fácil de imaginar, el jinete tampoco estaba en la lámina de mi libro. Unas horas más tarde, cuando nos volvimos a reunir con de Angelis, entre los tres decidimos el próximo paso: buscar en las bibliotecas públicas de Rosario algún otro ejemplar de ese volumen, "La verdadera historia de la guerra europea", escrito por el sueco Gustav Kronenberg y publicado en 1938 por la editorial Sopena de Buenos Aires dentro de su colección "¡Aquí está!". Conseguimos dos: uno en la Biblioteca Popular del Consejo de Mujeres (donde suele encontrarse lo que se supone que no se puede encontrar) y el segundo en una biblioteca barrial, la Homero, donde mi hijo mayor, Cristián, solía jugar al ajedrez. En las dos láminas había modificaciones, pero no eran las mismas que podían observarse en mi libro y en el cuadro de Díaz Alcácer. A partir de ese descubrimiento, nuestros interrogantes se sucedieron: quién tenía más reproducciones del cuadro; dónde estaba el original (si es que todavía existía); cuántas ediciones del libro con la lámina había en otras bibliotecas públicas y privadas; cuántas reproducciones con soldaditos de plomo se habían hecho y quién había iniciado la serie. Nunca pudimos avanzar mucho en nuestras averiguaciones: hubo charlas pretendidamente casuales con Prudencio y también usamos el pretexto de escribir algunas notas para el diario con el propósito de revisar fragmentos de su correspondencia con Payró y varias cartas de investigadores de todo el mundo que se ocupaban del tema de las guerras europeas. Había algunas que parecían tratar el tema del cuadro, los soldaditos y sus modificaciones, fechadas en Lima, Veracruz, Los Angeles, Bristol, París, Helsinki, aunque todas resultaban un tanto ambiguas y sólo una, de Estocolmo, ofrecía más detalles. A todos les enviamos mensajes, tratando de imitar la perfecta caligrafía de Díaz Alcácer, y no recibimos respuesta alguna. Parecía tratarse de un grupo cerrado, ajeno a nosotros, que habíamos descubierto el secreto casi por casualidad. Sabíamos que en distintos lugares del mundo ellos tenían sus cuadros, los libros, las mesitas de patas gruesas y unos cuantos soldaditos de plomo. Y que una lógica que no comprendíamos impulsaba los movimientos de los soldados y los cambios en los cuadros y las láminas de los libros, en un juego que podía ser inofensivo o atroz.
Poco antes de morir, Díaz Alcácer hizo una donación con cargo al Museo Histórico. La sala dedicada a alojar sus pertenencias debía reproducir, en la medida de lo posible, el departamento en que él vivía. Apenas estuvo instalada, fuimos con el Chueco y de Angelis para comprobar lo que de alguna manera ya sospechábamos: ni el cuadro, ni la mesita de patas gruesas, ni los soldaditos de plomo estaban allí. Sólo pudimos saber, por una de sus parientes, que habían sido heredados por otra persona que los había retirado del departamento unas horas después de la muerte del historiador.
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