Domingo, 27 de noviembre de 2005 | Hoy
Por Luis Novaresio *
¿Y para qué hace esto? Silencio. Otro silencio más. Esencialmente lo hago porque es bello. El matemático luchaba con una ecuación de lógica algebraica y el colega y filósofo le preguntó en qué andaba. En una discusión de números apasionante, respondió el hombre de ciencias duras. Simplemente porque era bello. Esa fue la respuesta ante la curiosidad sobre la utilidad de esa investigación.
¿Quién quiere hablar de belleza en estos tiempos de globalización del dólar? ¿Quién se anima hoy a confesar que hace lo que hace porque es bello, porque busca un ideal estético? Los poetas, los músicos, los artistas. Aquellos menospreciados en la sociedad del triunfo de capitalismo de mercado de ofertas y demandas. No del mercado nacido de la necesidad de intercambiar lo que el otro hace, de ser sociables, por fin. De este mercado superestructura imprescindible, que voltea muros, utopías, la historia misma.
Esta semana Gregorio Klimovsky fue distinguido como doctor honoris causa de la Universidad Nacional de Rosario. La ceremonia fue parte del XIII Congreso Argentino de Filosofía que, hagamos el mea culpa, hubiese necesitado de una cuarta parte de energía que el Congreso de la Lengua en su difusión, en su divulgación. Los organizadores pusieron todo lo necesario. Nosotros, bien gracias. Se ve que el orgullo rosarino necesita de Reyes. Klimovsky decidió que era un gran momento para el encantamiento. Peligroso. Es cierto que estamos acostumbrados a los encantadores de serpientes que aparecen en la tele en alguna plaza de Marruecos desafiando las cabezas triangulares de esos bichos espantosos. O, también es cierto, somos afectos a los encantadores de realidades que prometen primer mundo, revoluciones productivas y varias con forma de licuadora en cuotas o los que sacuden reformas morales hechas con alianza y utopías de izquierda y cierran a la derecha del Fondo. Klimovsky es un encantador en serio. De la palabra. Del razonamiento. Del pensar.
Ante un auditorio de lo más heterogéneo (filósofos, chicos con ganas de serlo, señoras y señores) don Gregorio abrió un simple mazo de cartas criollas y decidió elegir. ¿Para qué, la ciencia? ¿Sirve para algo?
Cerrar los ojos era escuchar a un joven de no más cincuenta años. Tono de voz decidido, jocoso, punzante. He ahí el primer truco de este hombre que saluda sus primeras ochenta y tres vueltas al calendario gregoriano. Entonces, con una sola mano, a la vista de todos, desafió la realidad. Nuestra realidad agobiada de seudo realidades necesarias, imprescindibles, urgentes. Urgentes. Y reite de David Copperfield. Fue la primera baraja.
Hay que desafiar el derecho a hacer ciencia porque es bello. Por el mero placer estético. Y vos, ahí sentado en las butacas verdes, supiste que había alguien que te defendía. En esos días que saben lejanos y raros, entrando a tu oficina, frente a tu computadora, en tu lugar de trabajo cualquiera, supiste que lo que hacías te daba vuelto de alegría, de placer, de amor por el amor mismo a ese hacer. Y tu jefe, tu esposa, tu compañero, se rió a carcajadas cuando se lo contaste sacudiendo tu goce estético con preguntas sobre pago por horas extras, ascensos prometidos, jefes explotadores. El encantador del pensar abonó la semilla revolucionaria. Nuestro hacer por el hacer de lo bello, de lo que te gusta, de tu propio goce.
Klimovsky pisó esta ciudad el día en que Diego la dejó. Y no se conocieron. Ni se supieron congéneres habitando por una causalidad temporal, por un rato, el mismo suelo. Diego bien podría haber sido su nieto. Don Gregorio, un abuelo generoso que lo ayudara a este chico de 32 años a visitar en su ciber kiosco sitios relacionados con la filosofía. Pero no se conocieron. Porque el día del doctorado honoris causa fue puesto en mármol como el de la muerte de Diego. Lo asesinaron de cuatro balazos, a sangre fría, cuando no resistió un robo sino que el ladrón manosease a su esposa.
La sangre no fue ningún encantamiento. El dolor de su esposa y de sus hijas, no caben en un mazo de cartas. Ni siquiera en el pensamiento, en el tratar de imaginar la laceración. El filósofo no supo (al menos esos creo) de ese horror. Y sin embargo nos habló de ello. A más de la búsqueda estética en nuestro hacer, desde una ecuación aritmética hasta entender la dialéctica hegeliana, la ciencia tiene una responsabilidad. Einstein ya había sacado su lengua para la foto y para los que creían que la excelencia está reñida con el sentido del humor. Paréntesis. Me hubiese encantado escuchar la opinión de este hombre de 83 años respecto de los serios por dogma y por apariencia de rigurosos. Apuesto a que este hombre, que matizó su decir de finísima abstracción con chistes y anécdotas que provocaron la risa de los asistentes. Cierro. El paréntesis. Einstein tenía enfrente la fisión nuclear y el desastre de la muerte en masa. Una vez. Y otra vez, al día siguiente. Entonces con un colega fundó algo así como la asociación de responsabilidad científica para discutir cómo se usa un avance de la investigación. Klimovsky contó que el propio Sigmund Freud no firmó su adhesión al grupo diciendo que era imposible reprimir el instinto natural de destrucción humana so pretexto de asumir responsabilidades sociales. Y el hombre del diván dijo nones. El filósofo recordó que cada vez que uno se levanta y cada vez que uno se acuesta, hombre de trabajo, profesional, funcionario público y especialmente científico, debe repetirse una pregunta: ¿en qué contribuye mi hacer para el bien de la sociedad, del mundo?
Diego no pudo escuchar la clase magistral del Parque de España. Probablemente de haber estado vivo, no hubiese asistido. Pero voy y yo sentimos que nos hablaba de él. Quizá, hasta le hablara a Diego. La noche del encantador del pensamiento vivía en la ciudad en la que su gente, la de buena leche, se debatía entre el asco por el asesino y el deseo freudiano de asesinato por Talión. Asesino asesinado. Vos mismo me pediste que dejar de hablar, para siempre, y enmudeciese ante el pedido de pena de muerte de la mayoría. Y yo enmudecí. No porque deje la pelea basada en mi instinto de supervivencia que se niega a la muerte en manos de estos jueces, de esta realidad encendida, del dolor justo pero no racional, sino en honor de la sangre aún caliente de Diego. Y esperé que todos, vos también, escucharas a Klimovsky.
Señores funcionarios, esperé que gritara este magnífico hombre de 83 años. ¿Qué se responden cada noche, cada mañana, cuando se acuestan y se levantan de sus camas?. ¿Qué se preguntan?. ¿Y qué se responden cuando ven que han parido una sociedad asustada, sola, desesperada, que ve en la muerte su única salida?. No me interesa saber que no saben de cuestionamiento a ninguna hora. No me importa que desafíen el sentido común y la realidad física. Tampoco me extrañó que ninguno de ustedes haya estado en la charla de Klimovsky. Era lógico. No estuvieron los de seguridad, los que detentan cargos ejecutivos, los de cultura, los que no explican cómo es que el hoy asesino fue antes decenas de veces delincuente y goza de libertad material basada en formal justicia, los que vacían cárceles con conmutaciones como única política de seguridad para ganar espacio, no ciudadanos reinsertados. Ninguno estaba.
Por fin el maestro sintió que era hora de convencer a alguno de los todavía incrédulos de que él no era un encantador, un mago, un ilusionista. Encanta por su encanto de palabra. Hace con la rigurosidad los que piensan en serio. Se despidió recordando que una nación debe ser dependiente. No de potencias, grupos o economías cualesquiera. Sino de una convicción. Una nación seria debe ser de alto nivel de vida para todos. Ello depende de que haya un gran progreso económico. Ese progreso depende de que haya inmejorable tecnología y esa tecnología depende de una ciencia de primera. Y, ¿sabés qué?. La ciencia sólo es posible con educación para todos, universal y digna.
Qué pena que nadie de los que debía escuchar haya estado en el Parque de España.
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