Lunes, 3 de diciembre de 2007 | Hoy
Por Sonia Catela
Aunque dirigido a mi madre y el sobre proviene de la clínica donde ella agoniza, no contiene facturas por servicios o una entrevista con el médico de cabecera; con las formas de una notificación oficial, encierra una apuesta o una broma: afirma su defunción con nombre propio y fecha, "...fallecimiento de Lila Montes de Gavilán, 15 de marzo de 2007, 20 horas"; se me revuelven los naipes de las fechas; "murió mamá", alerto a la casa, bocinas, muerta, mamá, pero ¿qué hora es? ¿un aviso por correo? el reloj aclara el día, marzo 12, mi esposa Marta me lo confirma, qué es esto.
A sobresaltos llego al cuarto donde mi madre entra y sale por puertas de delirio, "respira", me digo, le aprieto la mano, "¿cómo estás, viejita?" por unos instantes se mantiene a mi lado, "hijo", fugaz emerger de su cabeza sobre el oleaje de la inconsciencia, y enseguida vuelve a enterrarse, arrastrada a agujeros opacos; la acuno unos quince minutos, la arrullo, salgo; y que no, que "la correspondencia que obra en su poder no ha sido emitida por la administración de la clínica"; desde la mecanógrafa rasa al director del sanatorio rechazan el impreso, "de todas maneras, señor Pasquale, instrumentaré un sumario del que lo tendré al tanto, ya voy, ya voy", vuelto hacia el conmutador que lo requiere el doctor Ruffino resuelve y sigue: "No hay un solo miembro del personal con el nombre de quien firma el aviso". La Dirección no descarta que pueda tratarse de algún ex empleado despechado, o alguien de la competencia, "aclararlo nos incumbe tanto como a usted, queremos que la clientela..." y me estrecha la mano, clientela, "¿habrá que avisar a la policía?" inquiero, nunca está de más, concede, pero... pero aunque jamás aclaran nada, hurgan en todos los casilleros equivocados... Escándalo. El buen nombre de le empresa. Clientela.
Me amarro a ese cuarto donde mi madre corta sus hilos, y monto guardia permanente como si para el 15 se anunciara un alud que fuera a sepultarla. Me aferro a sus "hijo, te acordás de cuando yo...?" y me relata episodios de mi niñez como vividos por ella, viejita, barriletes que remonta por mano propia y salta junto a mi perro, vestida de pantalón corto, o cuando pescó aquel amarillito documentado en foto histórica; permanece asida a mi mano incluso en los ciclos de naufragio y desvanecimiento; viene y va mi madre, pero el ancla se corta con el estrépito de un quejido y lágrimas que corren por su cara muerta ante mi escrutinio, el de Marta, mi hermana Marisa, veedores de una profecía abominable y exacta. Su mano cae.
Entre los allegados no se menciona la carta firmada por Otto Cáceres. Sin embargo, a solas la reviso, la analizo. Busco en la guía telefónica abonados con la identidad del desconocido; fracaso; sepulto la ¿amenaza? en una carpeta de correspondencia pero su ladrido sordo me muerde por la noche, durante la vulnerabilidad del sueño. El doctor Ruffino se la quita de encima como a un mosquito, al manotazo de "pamplinas", "broma de un maníaco".
Me adelanto cada mañana a alzar yo mismo la correspondencia. Cuando el 4 de diciembre hallo entre los envíos un sobre de la Funeraria Pentazzi, lo demoro entre los dedos, eludiendo enterarme del destinatario. Es sábado y hemos planeado cruzar el puente a Victoria, alquilar un bote, pescar un rato. Tomo el aviso fúnebre del dorso, araña venenosa a manipular a distancia. Lo meto entre las páginas de la novela que llevaré al río.
Bajo un sol donde la muerte no es siquiera pensable, desabrocho la boca para consultar a Marta: "¿abrirías una carta con la notificación de la fecha de tu entierro?"; pero desisto. "Que pesca pobre", dice ella. Piensa en otra cosa. "¿No leés hoy?" me tira puñados de agua. Piensa en otra cosa. La novela sigue en la mochila, sigue en la mesa de luz, sigue en el estante. Repaso su lomo. No la olvido.
Dos semanas después, el horrendo accidente de ómnibus que sepulta a mi hermana menor, Luisa, junto a decenas de sacrificados.
¿Y si estoy loco?
Pasado el funeral, tomo a Marta de la mano, la llevo a la biblioteca, abro la novela, le extiendo el sobre. Marta corrobora el sello postal, su fecha, el nombre de mi querida hermana, el vaticinio.
No alcanzamos a poner en palabras esta infamia. Tomados de la mano, Marta duda de mi confianza al marginarla de la advertencia, "no nos aislemos uno del otro". "Es que no tuve valor para enterarme del sentenciado". Marta observa la firma de Otto Cáceres: "Pero ahora no vamos a empezar a creer en magia negra y supersticiones." Se apoya en el arco de la ventana. Me examina. Efectivamente, no creemos en supercherías de esa factura.
¿Vos que harías? dice Marta. Pienso: me mudaría. Digo: Nada.
Los dos sobres recibidos provienen de la misma oficina de emisión. Una sucursal barrial del correo, en la zona sur. Me hallo detrás de su mostrador preguntando por Otto Cáceres. Luego, espiando a los que despachan sobres. Renuncio.
Sé que habrá una tercera carta. La hay. Como antes, la archivamos sin ojearla siquiera; en un par de semanas se desencadena la irreversible enfermedad que nos quita a Lito. Esta vez ha tocado la más cercana carne de mi carne. Marta entiende cuando decido un viaje, pero en realidad huyo; finalmente, caigo en una ciudad del norte donde sobrevivo haciendo de guía turístico para extranjeros. Aquí me conocen por el apellido de mi madre y mi segundo nombre. Casi soy otro. Le indico a la casera que sólo me entregue las cartas de Marta y devuelva el resto. Esporádicamente, recibo de mi esposa esquelas sobre necrológicas de la familia, acompañadas de la notificación de Otto Cáceres. Un tío, una cuñada. Cáceres, sea quien sea, busque lo que busque, no me encuentra porque no quiere. Cuando se proponga corporizarse lo hará como en este sobre que me entrega la casera, dirigido a nombre de mi esposa a esta dirección; esta vez no he podido soslayar el destinatario. La sentencia recae sobre Marta. Recojo mis cosas y busco la primera combinación de ómnibus a Rosario. Cuando Marta me abre la puerta se sabe condenada. Nos abrazamos. ¿Cuánto tiempo tengo? llora. No sé de qué hablás.
En sus sueños algunas personas visualizan números ganadores de loterías. Otto Cáceres entrevé una lápida que lleva el nombre de alguien de mi familia. Y nos lo notifica.
Duermo sosteniendo la muñeca, el pulso de Marta. Siempre quise a esta mujer. El reloj me acelera el corazón a la una de la mañana señalada... Pero Marta respira, respira. Dejo pasar las horas. Se hacen las ocho, las diez, atardece. Los días. Martes. Domingo. Respira.
Otto Cáceres ha perdido su don.
No persigo ningún propósito, ni siquiera sospecho cuando busco un portaminas y encuentro trabado el cajón del escritorio de Marta; al liberarlo aparecen los ensayos de firma con los que falsificó la rúbrica de Otto Cáceres, fraguando la carta que me llegó a Salta con el anuncio de su futura muerte. Marta, Marta querida usando las armas que pudo para traerme de vuelta a su lado, traerme a la cordura.
Pero con esto todo recomienza. Tortura durante la vigilia, la angustia del correo, el miedo. Pesadillas en las que camino bajo una lluvia de sobres, cifras enormes que caen y me golpean, metálicas; nombres.
Inesperadamente los comicios presidenciales desencadenan una oportunidad. Cuando me acerco a examinar el padrón electoral, se me ocurre buscar a Otto Cáceres y me es servido en bandeja su domicilio. Una calle sombreada por plátanos, en el barrio del correo donde franquea sus sentencias.
Me hallo, dificultosamente, frente a su puerta. Cáceres seguramente pertenece a mi pasado, quizá sea un enamorado de alguna de las mujeres de mi vida que mastica su despecho, o un ex compañero de escuela dañado por mí. Eso explicaría semejante constancia en la persecución. Tenemos que aclararlo, ajustar cuentas según lo que me impute. Ponerle un punto final a esto. Pararlo. La puerta se entreabre. Hay que parar a Cáceres. Pararlo al precio que sea.
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