Sábado, 12 de enero de 2008 | Hoy
Por Miriam Cairo *
"Y el tipo muere. Por eso la obra se llama 'El hombre muerto' '", escuché al pasar por una esquina, cuando me dirigía al café a disfrutar algunas páginas de uno de los libros que siempre leo para sorprenderme siempre. Tuve deseos de retroceder y conocer el rostro de quien narraba el argumento de esa obra. Lo más llamativo era el fervor con el que defendía un desenlace tan sumido en los límites del medio real (que frecuentemente cae en los límites de la obviedad).
No me atreví a volverme y observar. Manejo discretamente el poder de la mirada. Apenas pude apreciar, en el momento en que pasé a su lado que era un hombre alto, delgado y vivo. Pero su aspecto no me interesaba sino la pasión con que narraba el final de la historia. Los sábados al mediodía, la esquina de Córdoba y Corrientes no sólo ofrece burbujeadores y panfletistas sino también febriles narradores de un previsible final.
Al escucharlo, advertí que el ciclo natural de la vida se mete hasta el tuétano de un creador. El arte deposita su confianza sólo en ciertos individuos que hacen un esfuerzo deslumbrado por sacarse de encima el biologismo y los aires de cientificidad. Porque la idea de que una obra mientras más se parezca a la vida, más efectiva será, dinamita tanto la inspiración del artista como el vuelo del lector. En consecuencia, la obra se echa cuerpo a tierra. Se tiende a ras de suelo. Se desnaturaliza en los intentos por semejarse a la naturaleza de los hechos. En mi marcha hacia el bar, sostenía con más fuerzas el libro que me salva de lidiar con tan viejas cuestiones.
Que el tipo muriera garantizaba a la historia un gran final aunque el comienzo hubiera sido soso. Comprendí, al escuchar aquella conversación, que un recreador de "hechos reales", va en busca de la fatalidad mortuoria para darle seriedad y verosimilitud a la obra.
El tipo va a morir. Cada uno de nosotros va a morir. Eso es un hecho. No hay mucha astucia al inventar esta clase de acontecimientos, pero si se siguen repitiendo es porque a los autores se les hacen imprescindibles los hombres muertos. La muerte de los personajes ayuda a pensar la propia muerte, este es un recurso tan respetable como repetitivo. Puesto que desde hace ya mucho tiempo nos hemos habituado a morir, los autores consideran necesario que nos dediquemos a pensar la muerte. Desde que nacemos nos vamos preparando sistemáticamente para perecer. En nuestra imaginación no cabe otra posibilidad y la resurrección fue un hábito que no prosperó a lo largo del tiempo entre los hombres muertos, sean reales o ficticios. Si ese tipo no se moría, no había historia.
Pero unos pasos más allá de aquel que narraba la fábula del hombre muerto, creaba su propia obra una estatua viviente que mostraba a los transeúntes un corazón de cartulina roja cuyo lema no necesita ninguna aclaración. Ese hombre pintado de blanco, vestido de blanco, inmóvil hasta el dolor, habría decepcionado al público si también hubiera estado muerto. Porque lo atractivo de él era que fingía su muerte pero no la realizaba.
Mientras contemplaba su quietud recordé aquel caso de CSI New York, en que un artista que se ganaba la vida como estatua viviente, usó el cadáver de un mendigo muerto por causas naturales. El actor afeitó al extinto, lo pintó de plateado, lo vistió con su traje de raso color gris perla y lo tendió en la calle, en una pose sugestiva, para que ocupara su lugar. La gente no dudó en llenar de monedas la gorra del cadáver, por la excelencia de su inmovilidad, mientras el creador, devenido empleador de un difunto, movía las piernas alegremente de aquí para allá. Los forenses, al descubrir el hecho, elevaron el caso a la justicia, la cual consideró que el público había sido estafado porque esa quietud no era ficticia sino oportunamente real. He aquí un claro caso en el que se demuestra que lo real puede ser un fraude cuando hablamos de un hecho estético. El entumecimiento irreversible de la estatua fúnebre no justificaba la propina. El muerto carecía de valor artístico.
Es decir, entonces, que hay por lo menos dos clases de hombres muertos: una, que le asegura pretensiones de veracidad a una obra y otra, que resulta un pillaje. Sería alevoso suponer que describir escenas verídicas en textos literarios debería considerarse "contrabando de hechos reales".
Pero volviendo a la primera cuestión que nos convoca, podríamos suponer que ese hombre muerto, con su muerte, alcanzaría el valor de una metáfora. Es decir que por debajo de tan redundado acontecimiento, leeríamos lo contrario de la apariencia. Si esto fuera así, el creador de la historia nos ofrecería a los lectores la posibilidad de disfrutar la lectura de otro libro, pero sin abandonar nunca los que hemos elegido hasta la eternidad.
Me gustaría rebobinar la cinta de la vida, regresar al sábado 6 de octubre, que el reloj volviera a marcar las 12.05 del mediodía y que en la plaza las bandas infantojuveniles hicieran otra vez repicar sus estridencias. Entonces, me quedaría de pie, detrás de aquel que narraba la historia. Así sabría por qué era tan importante que el tipo muriera para que la obra se llamara "El hombre muerto". Tal vez ese hombre al morir, se llevara a la tumba la vieja idea de que el arte deba ser un espejo reproductor de la vida.
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