Lunes, 21 de enero de 2008 | Hoy
Por Sonia Catela
Aunque me adorna un apellido famoso, Darwin, mi biografía no ocupa las cataratas de columnas que las enciclopedias dedican a Charles, pese a que he aportado un invento que le pone su marca a la humanidad. Sin él, sin mi sillón donde se ata ahora al tal González, al furor de González que debe admitir que no es a la vez Alem revolucionario, Lisandro de la Torre revolucionario, sino sólo el peluquero González, el pobre no reconocería la verdad que le alumbrará mi sillón; tampoco saldría de su error que es locura. Soy un productor de verdad. Un curador. Cierran los brazaletes de cuero sobre sus muñecas y sus gruesos tobillos, (González desnudo), y abrochan las presillas con pasadores para asegurarlo. Astutamente, el que se dice Alem revolucionario, Lisandro de la Torre revolucionario, ase la mano que lo amarra y busca un punto de apoyo. Se la apartan. Refuerzan la sujeción con la corbata de un guardián.
En círculo, el doctor Fracazi, el técnico que acciona mi sillón y los enfermeros; hace minutos, González sorteó las penurias de la espadrapa saliendo airoso en su porfía de que se halla en la Casa Rosada y no en las cercanías de Rosario, que él es el único macho y el resto del mundo, incluidos enfermeros, vigilantes y médicos que lo rodean, mujeres en las que sacia sus fatigas. Volcado de la horca contra el suelo, ellos damas con caretas de hombre, él semental; lanzado boca abajo y maniatado, González descendiente de los incas, revolucionario, y cuando a la orden del doctor, el enfermero Barreto se desabrocha y le refriega sus atributos sexuales en la jeta, se interroga al rebelde: ¿esto llevan las mujeres? González persiste con que son de utilería, genitales de cartón, lo que obliga a Fracazi a que dé la señal de poner en marcha mi invento, el sillón que lo dispara al enfermo, que lo vuelca en una agitación tal que sus ideas explotan, centrifugadas, que hace que todo en él estalle; no tiene dónde ponerle pie a quién es, ni tierra en la que acomodar los fragmentos en que se dispersa. Con mi sillón le impido refugiarse detrás de sus fronteras de loco. Sometido, González aúlla "paren", que detengan su detonación mientras el doctor Fracazi lo interroga con calma y le pide que describa si se halla frente a hombres o mujeres, y si él, Fracazi, es la cocinera que lo atiende en la Casa Rosada porteña o el médico que ha de curarlo en Rosario, a lo que González, ya en su cuerpo rearmado, confiesa los hechos, "soy González, el peluquero que atiende en Primero de Mayo y Amenábar. Usted, el psquiatra", el sillón termina de detenerse y de acomodar al alienado en sus respectivos órganos, rompecabezas resuelto, pero Fracazi necesita cerciorarse y repite las preguntas ante las que González reitera datos que mantendrá mientras permanezca atado al sillón, sillón que nunca probé en carne propia aunque sí por voluntarios que han descripto sus impresiones una vez repuestos del experimento pero todavía bajo el efecto residual del espanto, "valiosa contribución a la ciencia" "al menor movimiento se sufre algo que podría confundirse con un precipitarse en caída libre, un despeñarse, pero se trata de algo cualitativamente peor", González ¿es González o Alem Lisandro? El loco mira a su público con astucia, cabeza ya en su cabeza, cada cosa en su lugar si alguna vez las tuvo ahí, se baja, se acerca al grupo, el zapatero analfabeto le habla casi al oído a Fracazi (pero los demás también resultan salpicados) mira con perfidia musita "usted sabrá quién soy", se aleja maniatado y rechinando los ojos celestes, las marcas que muestran que es Alem, Lisandro, cicatrices en el pescuezo cuando se lo encuentra a la mañana siguiente ondeando, ahorcado con la corbata que olvidó el enfermero después de maniatarlo en el sillón, marcas de que era Alem Lisandro revolucionarios, suicidas.
Soy un productor de verdad. Cargo un nombre famoso, Darwin, pero no Charles sino Erasmus. Sin mi sillón, el doctor Fracazi y su equipo no se encontrarían en este momento practicando la autopsia de González, buscando en las circunvoluciones de su cerebro, en lo recóndito de sus sesos, el error, causa de una enfermedad que es locura.
* Texto construido a partir de una analogía heterodoxa con la terapéutica suministrada a Dupré por el psiquiatra Leuret, quien solía aplicarle al paciente un hierro al rojo vivo en la parte superior de la cabeza como parte de prácticas habituales en el denominado tratamiento "moral" de la locura, mediados del 1800.
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