Miércoles, 30 de enero de 2008 | Hoy
Por Federico Tinivella
Hoy estoy así de chiquitito, un insignificante y diminuto insecto. Trato de esconderme de todo. Fabrico una cajita imaginaria, primero un pie, después el otro, ya estoy dentro. Le pongo ahora la tapa. El silencio tiene el color de las nieblas matinales. El silencio puede acariciarme todo el cuerpito, desde abajo hacia arriba, me envuelve. Pero enseguida hay un latido que colma todos los espacios de la cajita. Imagino que si alguien la viera de afuera sentiría que es batida por el viento, como una cajita de fósforos en el asiento de un tren. Tengo ganas de hacer pis, pero la cajita es muy pequeña, me inundaría. Me arde la vejiga, quiero dejar de imaginar la cajita para poder ir al baño. No se ve nada, no puedo tocarme tampoco porque los brazos se durmieron a los lados, entre las rejas de mi cuerpo y las de la cajita. Soy un extraño aquí en mi cuerpo. Ya ha pasado largo rato de encierro y empiezo a sentir pisadas en el parquet del living.
El Panza se paró como pudo y enfiló hacia el teléfono para hablar con su psiquiatra, doc, en un rato estoy ahí, pero hoy no tiene turno Dreuty, no importa, estoy del moño, es urgente, contestó el Panza.
El doctor Levingston llegó de muy mal humor al consultorio de la calle Ituzaingo, saludó sin ganas a Randi Morales, la recepcionista boliviana, que prepara un picante de pollo de antología y colgó del perchero una ristra de salames que había comprado hacía minutos en la carnicería de la otra cuadra. Prendió la radio y se detuvo un instante en la luz que vomitaba el verano. Después, recorrió con la mirada los diplomas que colgaban de la pared y pensó que sin darse cuenta la vida le había puesto 54 velitas sobre una torta con poco sabor. Hubiera deseado en ese instante estar a la deriva en un bote de un club de río, mirando como las nubes eran la pintura que techaba sus angustias. El doctor Levingston se desabrochó los dos botones más cercanos al cinto y con la mano derecha comenzó a acariciarse el bello que rodea el ombligo.
En una ventana del edificio de enfrente Mirta Agustina Soria piensa, mientras un té de hierbas surtidas se enfría en la mesada. Su living está oscuro pese a la luminosidad del día. Mirta toma coraje y se dirige hacia la habitación del hijo, que vive afuera, trepa a lo más alto del placard, extrae una caja amarilla con imágenes de las estrellas y la coloca sobre la mesa del living. Después, abre el manual de instrucciones y comienza a leer, con el tiempo de sobra para detenerse en los mínimos detalles, de ves en cuando se quita los lentes y descansa la vista, mirando un punto en el infinito. Comenzó más tarde a armar el telescopio que nunca se había atrevido a mirar porque le daba miedo, dale ma no seas tonta, no pasa nada, retumban las palabras del niño. Pero ahora era distinto, qué bueno pensó, si con el telescopio se pudiera ver hasta Europa. La camarita de la computadora no le gustaba, parecía que estaba viendo astronautas. Una vez montado y junto a la ventana, comenzó a descubrir el mundo que se le abría delante de las narices, las terrazas, los autos que paraban en el semáforo, el vendedor de diarios y más arriba las ventanas a vidas privadas, sentía cierto pudor al recorrer los distintos pisos pero sin dejar de mirar.
En una de las ventanas tropieza con el Doctor Levingston rascándose el pupo, cosa que le da risa y ahora ya se queda ahí. Con ese ojo postizo que le hace un zoom a los suyos, ve al doctor mirar la nada y ahí sin más aparece en cuadro Dreuty.
El Panza entró al consultorio de prepo, pateó la mesa ratona de la recepción, arrojando al piso una buena cantidad de revistas gastadas y se zambulló al diván sin saludar a Morales. El Panza habla maquinalmente, cuenta el episodio de la cajita, habla como si lo hiciera con un hermano que no ve hace años, mientras recorre las ventanas de los edificios vecinos. Ahora se detienen en una, ya que distingue un ojo que lo mira. Recuerda, al sentirse observado, aquellas noches cuando era apenas un niño, en las que simulaba dormirse sobre unas sillas para sentir las caricias de la mirada familiar. Se pregunta también, unos instantes después, mientras habla mecánicamente al terapeuta, a quien pertenecerá el cuerpo detrás de ese ojo omnipresente, ya más tranquilo, ya más mimado.
Se despierta un rato después, barrido por los sacudones de Levingston y aún en la calle sigue pensando en el cuerpo detrás del ojo. Un cuerpo detrás de un ojo. Entonces comienza a buscar como un niño, en la telaraña de ventanas que brotan en el centro, esa caricia.
Es el ojo un lado del agua en el desierto del rostro. La luz baja a beber espejos rotos.
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