Lunes, 31 de marzo de 2008 | Hoy
Por Sonia Catela
Y nos dijeron que levantásemos lo imprescindible y empacásemos, que las papas quemaban y la degollina galopaba hacia el poblado, y nos dijeron que sacrificásemos los animales lentos, los que no pudieran mantener el ritmo de huida. Y quemar los sembrados, tirarle veneno de ratas a los tanques de agua, finalmente, sin mirar hacia atrás, prenderle fuego a los muebles, (la cama donde anoche amé a Luis, la mesita todavía con trastos del desayuno, los juegos de Tina, el techo con sus goteras), quemar las viviendas enteras.
Dijeron, repartiendo pastillas a los vecinos, que al tomarlas ellas llamarían nuestro coraje. Y dijeron que nos jugamos el pescuezo así que a acelerar. "Ellos mandan, ellos sabrán" acota Luis y traga la cápsula, apurándola con señas de que lo imite, y en un cielo cruzado por relámpagos de ayes lastimeros que arrugan hasta la fachada de las casas, apilo bollos de diario alrededor del maizal, y no han de perdonar ni la última planta nos dijeron, ni un grano, ni un vientre, los decapitarán sin excepción, "dejá de dar vueltas y hacé lo que te toca", urge Luis quien lanza risitas mientras va segando lo plantado y clavado, postes y plantas, o sus propias piernas ya que en ello le fue lo que lleva de vida, que son cuarenta años, rompe bolsas de trigo, las rocía con kerosene; ríe, ellos sabrán, esquivando el rabo de Coco que se arrastra de una sombra a otra y mi marido lo mira como si la pastilla del coraje le mostrara un Coco viejo, lento, obstaculizante. Y dijeron: recién al atardecer aplicarán las teas y encendedores, justo cuando se ponga el sol para que lo que haya de arder termine de hacerlo antes de la noche, y dijeron, momento en que nos pondremos en marcha, en caravana y dejando atrás sólo un desierto. Ahora le toca el turno a las vacas, preñadas o no, terneros de días o toros jubilados, la risita de Luis me eriza tanto como la sangre que corre y le grito a Coco para que se aparte del altar de sacrificios, "sólo quedará un yermo", dijeron, para que los que vienen masquen y beban cenizaas. Atardece y no ingerí la pastilla que debía llamar mi coraje, preferí que éste viniera por su cuenta, si es que se le antojaba venir, y falto a mi cometido porque no arrimo la llama que queme casa, plantaciones, la cama de amores, aunque hubiera que jugarse hasta la vida si hiciera falta, dijeron; me siento en el brocal del pozo a pensar que ya escuché tales palabras antes, al punto de aturdirme los oídos, "basta de dar vueltas, loca", "y vos Luis, acabá con esa risita", palabras que resuenan como parlantes de feria: "dar la vida", dar la vida, tengo entre mis brazos a mi hija Tina y a Coco, quien nos acompaña desde hace diez años, viejo, lento, prácticamente ciego, me atrinchero con Coco, delante de él, ya que no tragué la pastilla que me daría el coraje de arrancar hasta mi última raíz, me niego, amurallada aunque Luis intente arrancarme el perro y hasta nos amague con un arma, empujada por razonamientos que hablan de morosidad, falta de espacio en el furgoncito para llevar a Coco, palabras en el oleaje de fuego que rompe, se retira, vuelve, extiende una marea de llamas que cubre el hogar, el paisaje, lo que podamos decir Luis y yo; nuestras palabras también se queman, junto a los árboles; el campo se muere, y aunque ponemos en marcha el vehículo con agua, comida, un álbum de fotos y los papeles legales, más Coco y Tina envueltos en mi falda, arrancamos de cáscaras vacías, y pese a que la degollina viene galopando al poblado como nos dijeron, no dejamos atrás el desierto, lo llevamos con nosotros, recubriéndonos como un pellejo demasiado apretado.
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