Miércoles, 23 de abril de 2008 | Hoy
Por Paul Citraro
Seguirá orinando al costado de la ruta. Y amaneciendo cuando las canciones ya no sangren por las noches. James Dean ha muerto. Está frito. Está frío. Cualquier plegaria a la memoria es un asunto en vano. Los evangelios son historias de fantasmas. Fuera de la pantalla sólo se huelen los fierros retorcidos de un descapotable suicida. Esa dulce tentación de tu adorado Mishima en las cuentas de Scalona. Dicen que los hombres lo lloraron más que la fémina. Que el duelo era por rebelde y sin causa. Que le pisoteaba los malvones al orden. Y que Elias Kasan hacía de él un vértigo sin objetivo. En definitiva, un hábil con olor a calas. Un año después del desvarío, Chet Baker, otra belleza terrenal participaba de la banda sonora "The James Dean Story". Chet, era como las sirenas. Vendía el sonido de la trompeta como un canto místico y tentador. Nadie profería que su música era cercana a un dantesco frenesí controlado, lleno de decadencia moral y espiritual. Ninguno se detuvo en el lirismo y la propulsión expansiva de Clifford Brown. Ninguno. Pero Chet era eso y no mucho más. Perdiz de vuelo corto. Una voluta de humo con la sonoridad precisa de un sótano. Una belleza breve, minimalista, y hasta predecible con un manual en mano. Los dos, Dean y Baker, estaban cortados por la misma matriz de la belleza y dulzura que un buen final debe tener para todo romántico. A Baker le llevo un cuarto de siglo, llegar. Ya sin belleza y con los deseos frustrados. ¿Están cerca los espíritus que revoletean a Dean en la música de Chet Baker? ¿Es el dolor otra cara de la belleza? Quizá haya gritos de fondo que solo dos escuchan. Chet Baker toca sobre el lado oscuro, un poco por debajo del centro de la tonalidad. Le debe mucho a Bix y sin dudas a Miles y a Parker por no adaptarse a la balacera del bop. Y aparece la melodía, cerrada, siniestra, y sublime como una carretera sin final. Está Mulligan al otro costado. Es el acompañante perfecto, un arquitecto melodista. Es la excusa perfecta para empezar los solos por turnos. Y después entablar una competición de cuatro frases y ocho compases con los egos bien a raya. Sólo ellos tuvieron ese privilegio, escuchar la risa de Dean mientras meaba sin parar de morirse en el revolcón veloz. Por primera vez sonaba en la radio estatal "My Funny Valentine", un juramento incondicional a la hija de un granuja que portaba el nombre. Mulligan había, como de costumbre, garabateado los arreglos que le daban protagonismo a Baker. El angel de la trompeta no encontraba una salida ingeniosa, entonces tocó la melodía tal como estaba escrita originalmente. Estiraba las ganas y el deseo. Apagaba el sonido, mitad pastoso, mitad falto del incisivo que le daba otro soplido. Las frases iban cada vez mas espaciadas que casi hacían daño. La melodía iba en línea ascendente de negras, ominosa, como un reloj de tic tac en la oscuridad. Cada uno tenía receta acerca del clímax desgarrador. Accidentalmente, nada fue como estaba previsto. La radio del bólido deportivo aun seguía funcionando. No se sabía hacia quién iban dirigidas esas palabras de madrugada Quédate, pequeño Valentine, quédate. Por error, nuevamente, la canción terminó en un tono menor, en lugar del mayor que indicaba la partitura. El final pareció estremecedor. Dean partía satisfecho. También Chet. Pocos sabían de la existencia de Baker.
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