Sábado, 17 de mayo de 2008 | Hoy
Por Adrián Abonizio *
Eramos jovencitos implumes. Ninguno había saltado la cerca de alambrado que nos acercaba a la podredumbre, al recelo adulto y la traición. Luego, con el crecimiento, una ráfaga de respeto desmedido por las tradiciones nos mantiene intacto el recuerdo, así tengamos al ladrón amordazado, luego de sorprenderlo en casa con nuestros ahorros.Y así tenga la cara del pibe de la infancia pero crecido, ese por quien hubiésemos dado la sangre.
Yo era Batman, vos el Pinguino, ordenaba Lopecito de arriba del árbol de mandarinas. Me dejaba llevar, esos juegos con cambio de roles me interesaban más bien poco: demasiado ya tenía con pensar en mi.Me gustaba jugar a la muerte, el caminar por los bordes de de las azoteas con chapones debajo y perros rabiosos mientras ululaba el viento de otoño y el peligro era real. Todo lo otro era ficción, lúdico entremés de una comida mejor que yo andaba buscando para empacharme, la adrenalina legítima, el terror que apenas te hace enarcar una ceja o mover un músculo, mientras que por dentro estás cagándote en las patas.
Vos sos El Guasón ordenaba Lopecito.Y ahora el elegido era Barquero, el pibe flaco que estudiaba bioquímica y tenía en el fondito una prefabricada para él solo donde mezclaba cosas.La idea fue de Luciani, el gordo.Siempre en estas historias habrá un gordo inteligentisimo y rapaz, claudicado en jugar de centro delantero, defenestrado para las artes guerreras de embocar la pelota en un perímetro,pero eficiente como un envenenador en los reducidos espacios del reino. Inoperantes en maniobras atléticas, eficaces a la hora de ejecutar un daño fino.Gordos pensadores, herejes, anarquistas, pelajes diversos para una cobertura de grasa y eficiencia.
Hay que asesinarlo, argumentó mirando a Lopecito.Y es que además de dar órdenes aún cuando su trono se había derrumbado ya con la estafa de las camisetas que nos hizo a todos, continuaba ensañándose gracias al poder de fuego de sus puños, con el fluído magnético que ejercía sobre nosotros; burlón, patético, maldecido, brote semi huérfano de un hogar de ladronzuelos.Fuimos a hablar con Barquero, el químico.Doctoralmente se echó hacia atrás, movió sus gafas y expectante nos auguró la venganza de la que participaría de hecho.
-Gelinita, disuelta, trazó con sus dedos por el aire.
-Tenés-, lo azuzó el gordo Luciani como si supiera de que hablábamos.
-Puedo conseguir, se puede, no es más que pólvora, alargó Barquero. Ya mordía un toscano apagado con sus trece años.Era el que veríamos luego en los diarios, un esmerado delincuente proclive a volar el puente de Londres por el mero gusto de verlo desaparecer de las postales. Salimos. Bajo la galería de flores de lís cortadas al chapón, con el sol rebotando sobre los perros echados fue que elaboramos el plan.
En un penal, hay que hacerlo en un penal, dictaminó Luciani. Fue entonces todo acción, el paquetito arrugado que nos entregó Barquero, el inicio del partido, nerviosos, la jugada donde me tiré como si me hubiesen lanceado y el grito de mando de Lopecito pidiendo la pelota, la honra, su destino de fusilador. Lo entretuvimos con mi falsa lastimadura y un revuelo de trompadas que fingió el loco Marcio a riesgo de perderse el partido por expulsión. Barquero con su paquetito marrón y su depósito de ese polvillo bajo la pelota. Fuimos felices. El disparo se hizo texto,leyenda, cielo abierto, dinamita, colorido, impacto y huída.
Aún hoy, me han contado, Lopecito se acuerda de la anécdota y muestra la llaga en el pie derecho.No patea ni una pelota de humo ni juega a nada. Está retirado, arriando paraguayos en los andamios y dicen quienes historiaron la escena que se quedó mudo durante meses, que no salió de su casa para jugar y cualquier vientito que hacía gemir una puerta lo desmayaba. Cardíaco, quedó, me contó una vez el gordo Luciani, devenido en un negro altísimo, elegante publicista, metrosexual gay y buen defensor en la liga de clubes conchetos de Rosario. La última vez que lo ví estaba a punto de patear un penal, alto y esquinado que me dedicó con un golpecito de puño en su corazón.
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