Domingo, 1 de junio de 2008 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Siempre había campeonatos en mi barrio. Por qué ocurrían, no se lo preguntaba uno, pequeño eslabón en la cadena. Sencillamente sucedían y hacia allí íbamos, atraídos por ese imán de jugar a reglamento como una postal anticipada de los partidos reales. En miniatura se reproducía lo que acontecía, allá en la altura, donde héroes y villanos batallaban todos los domingos y que la radio reproducía con denuedo. He aquí un listado:
* Campeonatos religiosos. Eran organizados por parroquia con canchita propia y muy cuidada. Anteponían la civilización a la barbarie, con premios santificados, vigilados desde la altura. Un ángel de pantalones cortos, espada contra los dragones y limpieza de pecados a través del sudor. Estaban prohibidas las malas artes, las puteadas y los apellidos judíos. Todo olía a sacro y los organizadores eran, por lo general, laicos entusiastas chupacirios gozosos en observar que, mediante el deporte, se llegaba a Dios. Intervenían colegios de nombres exóticos y casi siempre ganaban los más fervorosamente cristianos. Al final, se repartían premios, se comulgaba y se ofrecía chocolate y medallita para la indiada catequizada.
* Campeonatos malevos. En una cancha rasa, con peladuras y cascotes en las áreas. Los equipos no respetaban edades y se podía observar a pibes con barba junto a párvulos. El asunto era ganar, las patadas estaban permitidas y eran consentidas por los mayores. El árbitro, era por lo general, algún mamado que apenas caminaba y que donaba penales al local. Terminaban en batahola con intervención de adultos y el premio jamás se pudo observar, porque nunca existió y el juego de camisetas puesto de señuelo consistía en dos o tres dadas a los caciques. Tardíamente, llegaba la policía para suspender la lidia, cuando todo había pasado y la pelota estaba desaparecida.
* Intercolegios. Sin bravura, pasión ni arte. Se armaban con lo que había, no se entrenaba y eran una buena excusa para lucirse ante alguna damita del colegio. A veces se castigaba con media falta la inasistencia si no se completaban los siete. Uno se maceraba las piernas jugando pero nadie atendía el juego: Las maestras miraban todo de lejos, el profe de Educación Física intentaba darle filo a alguna profesora y todo culminaba con algún hurra. Si se perdía, el lunes, los que habían quedado marginados por troncos tenían su venganza en la burla comadrona durante el recreo. Los que estábamos para más, veíamos a esos campeonatitos como un entrenamiento. Además, los partidos eran sobre piso embaldozado roto y los rodillas sufrían como en una guerra. Nadie ganaba y tampoco importaba. Olvidables.
* Campeonatos "Desafíos". Eran los anticipos de los partidos "chivos". Había cuatro bravos y los demás acompañaban. Se sabía de antemano la semifinal entre el cuarteto y para eso se preparaban desde ventas de choripanes hasta apuestas. Los grandes, haciendo gala de la estupidez y la codicia y algún velado fracaso sentimental, hablaban con los pibes, los arengaban como una final y terminaban patéticos, sudados: los boys solo trataban de jugar bien, divertirse. Ajenos a la timba. Corría una leyenda; siempre en esos partidos se rumoreaba que vendría alguien, de algún club grande. Cualquier intruso de sobretodo pasaba a ser el espía próspero. Se ponía garra, tesón y de ser posible, arte. Los viejos, aspiraban a algún pase suculento, salvarse de sus vidas tristes con batacazo infantil. Nunca ocurrió nada.
* Campeonatos familiares. Eran entre vecinos sin afrentas ni odios antiguos. Se hacía para confraternizar, coronando un onomástico, un homenaje y se proponía el fair play, la comida rica y el buen romance entre el día de sol peronista y las manadas reunidas: no importaba el ganador y la idea pretendía descender como un hálito hacia las camisetas jóvenes. Lo sentíamos como un insulto y solo los contagiados de este imbecilidad sin competencia, se desconcentraban y perdían. El guerrero se llevaba el premio, mordiendo aún cuando le pidieran condescendencia. Por lo general en estos encuentros, aporovechaban para hacer jugar a los relegados; un hijo del presidente del club o del bazar mayorista que había expuesto unas ollas de premio o el pibe de la tienda que daba crédito a todo el barrio.Reunión sin estirpe de lucha, solo aire familiar .Volvía uno vacío de esos sitios, por más que se trajese un trofeo envuelto en papel strassa. Se lo ocultaba detrás de los otros, los que aún destilaban a sangre fresca.
Recuerdo que los partidos importantes se charlaban, se estudiaba al rival y hasta llegué a ver una pizarra de colegio en manos de un improvisado Dt. Era como en las películas de circo romano, pibes en pugna y la noche anterior, si el confrontación lo ameritaba, ya se sentían las temidas pirañas en la panza. El insomnio, la ausencia de masturbación y el despertar de un salto dos horas antes, para hacer el bolso, esperando con impaciencia que toquen el timbre era el bagaje obligado, pues, dado que uno era un jugador de fuste, te pasaban a buscar, privilegiándote.
Hoy, en algunos domingos, mientras me preparo para salir a correr en soledad, intentando curar al sol mis dolencias, me digo que daría lo que me queda en salud, por un timbrazo corto y mi salida a la calle, donde ya me habría de estar esperando, un Ford cascarudo negro o una Estanciera con cuatro o cinco pibes dispuestos a pelear y un chofer bien dispuesto, orgulloso en su tarea de chofer de gladiadores.
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