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Martes, 17 de junio de 2008

CONTRATAPA

Apuntes desde Manaos

 Por Eugenio Previgliano

La ciudad de Manaos vista desde el avión aparece de golpe en medio de la jungla que en sus bordes va desfalleciendo hasta que se ven los edificios sólidos y elegantes que la distinguen, pero para el ojo avisado la tierra arrasada que no tiene el color del hormigón ni el verde de la selva y se continúa mismo en la ciudad es un síntoma de prosperidad; visto desde el aire parece un arañazo de un yaguareté enorme, pero yo sé que aunque todavía no los distinga, hay hombres y máquinas trabajando allí abajo para seguir haciendo ciudad, industria, negocios.

El calor es notable, a mí me recuerda a los peores días del verano en Rosario, pero enseguida empieza la lluvia y cuando para, hace más calor que antes.

Camino con la camisa húmeda a causa de la transpiración por una avenida, al borde de la avenida hay unos tianguis muy animados donde se venden chucherías de estación terminal; como no entiendo el idioma todo me da igual.

Con mis tres compañeros nos sentamos a apurar una cerveza; nos atiende una morena de ancas fuertes y sonrisa deslumbrante que habla en una lengua que si no fuera por lo incomprensible yo la hubiera tomado por mía.

Un día entre los días salimos a navegar el Río Negro y yo veo en la ciudad las marcas de sus distintas épocas. Parece ﷓me dicen﷓ que fuera Rosario vista desde el banquito y si no fuera por el color negro de las aguas, a lo lejos, yo lo creería.

Hay un lugar en el mundo donde se juntan las aguas del Solimoes, que es marrón, con las del Negro, que es justamente negro; por mucho tiempo corren las aguas sin mezclarse. Me niego a encontrar ninguna metáfora en esto.

Vamos en barco hasta un almacén en la isla, pero las plantas que miro y veo en la isla inundada son todas distintas, y aunque mi memoria me obligue a buscarlos, no reconozco los alisos a los que estoy acostumbrado, y eso que el Solimoes es marrón.

El lugar donde almorzamos está lleno de gente. También hay unos que tiran la línea y sacan pirañas coloradas, una tras otra. Como el calor es intolerable nos quitamos la camisa y yo me zambullo con las sandalias puestas. Los gringos, los japoneses y los paulistas nos sacan fotos horrorizados mientras esperan que nos devoren las palometas.

Monos: no sé si me resultan simpáticos. A veces se parecen a la gente.

Adoptamos una niña japonesa que no habla correctamente el portuñol. La invitamos a una comida japonesa y ella habla en un tono suave y melodioso con la propietaria del restaurante. Después toda la noche nos contará generosamente los detalles del protocolo nipón: todos comemos sushi elegantemente con las manos.

En la selva el guía peruano nos cuenta que de este arbol los nativos raspan la corteza para conseguir un polvo antinflamatorio. Con mi navaja hago polvo y despues con los dedos me lo pongo en un horrible grano purulento que tengo en la mejilla desde hace un mes. Al otro día mi mejilla rozagante me sorprende.

Como ando siempre con ropa de trabajo y anoto apuntes, a mis compañeros les dá por presentarme como cientista naturalista, algunos dudan, otros creen, hay quien sonríe. En la recepción de un hotel incluso preguntan si no me han llamado del National Geographic.

Navegamos de noche en una canoa impulsada por un motor japonés. Lo esperaba, pero no deja de sorprenderme el brillo colorado de los ojos del caimán.

Nadamos en el río Ariaú, las aguas son frescas, transparentes y tienen un sabor que a mí me recuerda al agua fresca y prohibida de un lugar en el campo, en mi infancia.

Con la niña japonesa conversamos sobre las diferencias culturales y la tolerancia. Me recuerdan a mi padre ﷓dice﷓ pero en el Japón seguramente estarían presos.

Vamos a la Opera. Ponen una obra de Roger Waters. Yo, sin embargo miro estas plantas que florecen más acá de la selva y pienso qué habrá sido este fastuoso teatro, con sus trompe l┤oeil, su fina ebanistería francesa, sus mármoles italianos, sus bustos de músicos famosos y sus sofisticados dispositivos técnicos del siglo XIX cuando a tres cuadras de aquí estaba la selva amazónica completa y aca mismo cantaba Enrico Caruso por obra y gracia del desborde del caucho.

Andando y andando entre los cuatros sumamos doscientos años. Esto es una celebración. En Autazes alquilamos motocicletas y andamos por senderos polvorientos sudando la humedad tropical. En el pueblo hay, mientras tanto, por lo menos veintitrés personas jugando al fútbol.

En el cementerio municipal San Juan Bautista de Manaos se venera a un santón judío, que en vida fue rabino y como hoy es Corpus Christi muchos van a pedir y agradecer favores. La tumba está completamente tapizada de placas que ﷓según me explican﷓ agradecen los milagros. Todo a su alrededor hay cruces. Lo veo y lo vuelvo a ver por televisión: parece el día de los muertos, hay una multitud.

Una tarde vamos a visitar a una familia nativa que vive a la vera de un riacho, en un terreno alto. Nos convidan con tortilla de tapioca. La han cocido en una paila enorme, como de dos metros de diámetro. Sueño con llevarme una de estas como equipaje de mano en el avión.

Deforestación: camino a Autazes en una kombi tropicalmente musicalizada pasamos por varias haciendas. Veo relictos de la quema, troncos carbonizados, cárcavas peladas. No importa, lo que hubo crece de nuevo entre esas vacas que parecen venidas de otro mundo. Me acuerdo entonces de aquel personaje de García Marquez (¿Maria dos Prazeres?) que quería ser enterrada en una parte alta del brillante cementerio del Montjuich aterrada por el recuerdo de la devastadora inundación del cementerio de Manaos.

Todos nos peleamos por ser Fitzcarraldo. Pero llevamos una sonrisa firme y un montón de recuerdos.

Desde el avión veo el orden sepulcral del cementerio, se distingue de la ciudad de los vivos por su regularidad rigurosa, sus pasillos rectos, su geometría perfecta. En todas partes la muerte y el orden van juntos.

En el aeropuerto de Rio, que no piso desde hace veintiocho años, me acomodo al lado de una niña israelí que fuma Gauloises. Por un instante me siento en Paris.

A la vuelta, andando por la ruta 9 miro la multitud automóviles brillantes, caros, nuevos, estupendos y lujosos que usan los ricos para volver de una multitudinaria manifestación en Rosario. La chata monotonía de los cultivos de soja me resulta extraña, exótica y sorprendente mientras mis compañeros comentan las noticias que le mandan sus mujeres por el celular. El mundo es enorme.

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