Miércoles, 6 de agosto de 2008 | Hoy
Y un día La Pinchi no jugó más con nosotros. Fue de repente, una tarde de invierno -¿Está la Pinchi?, se asomó Dany -una puerta de fierro celestón que una vez abierta daba directamente a un gallinero inmenso y al fondo la casa con la familiaridad que otorgaba el haberla pasado a buscar en tantísimas tardes, chiflándole o manoteando el picaporte -¡Pinchi! Ese día fue horroroso: recibió un empellón y después siguió la voz del viejo canoso -¡Que Pinchi ni Pinchi pendejos de mierda, quienes son para meterse en la casa de uno!... ¡La Pinchi no va a ningún lado!, oímos desde el fondo de la gruta. No sólo no salió a jugar, sino que nunca más la vimos en lo sucesivo. La sorprendieron por la vereda de los árboles grandes, como le llamábamos al oeste de la calle Lavalle. Iba para el colegio con la cabeza gacha y los libros en el pecho, tapándose. Estaba triste. O nos parecía. Desde que la conocíamos, recién llegada de la Pampa, había ido a jugar a la pelota con nosotros como un pibe más. -Varonera, decían de ella. Pero la Pinchi existía antes de nosotros, por tanto su pasión por el fútbol le venía en las venas. Primero la pusimos a correr las pelotas que se iban lejos, después pasó al arco y finalmente fue una polifuncional que te repujaba las canillas a patadas para luego empezar a pararla, pasarla hasta adquirir la gambeta, llegar a dormirla en el pecho y no parar hasta el cabezazo esquinado o la chilena. La Pinchi tomó altura propia. Debutó con un gol de media cancha y una escapada por la punta que zumbó por el palo de arquero y le sacó astillas. Pero ahora la Pinchi se había vuelto invisible. Un mal pavoroso la había arriado hacia una cueva y recluido ahí, lejos de nosotros y del universo. Castigada. Hechizada. Un delantero prometedor con sus trece firmes. El gordo Julio, el hijo del camionero, dientudo y cerebral, se sentó y haciendo picar la pelota como un tambor por lo nervioso que estaba empezó a recitar -¿Saben porque no viene más la Pinchi? ¿Y por qué no la dejan salir más? Porque va a tener un nenito.
-¿Un nenito?, tartamudeó López y salivó como era su costumbre ante una adversidad. -Sí, lo de la regla, recalcó Cornaglia que conocía porque su papá era médico y le había explicado aquello. -No le vienen más sangres y después tienen cría. Me quedé en las alturas, razonando. Eramos un racimo de pibes dispersos, de orígenes dispares y economías variadas pero hombrecitos. Futuros de algo que no sabíamos pero ya direccionados. Horizontes viriles y flechas de muchachos apuntando al universo de la acción y el gesto de audacia. La Pinchi entraba naturalmente en este cordaje, pero nos habíamos olvidado que era mujer. Lo alucinante fue que nadie interrogó sobre la paternidad. La sabíamos mamá en ciernes y hasta alguien creyó descubrir un atisbo de pancita, allá en los barrilones donde nos cambiábamos. Sin la Pinchi el equipo cargaba una baja: ella arreglaba todo arriba, en la zona de delanteros con una practicidad que ninguno tenía. A la Pinchi si la tocaban en el área era penal. Porque era mina y punto. La Pinchi nos alegraba, nos protegía y nos curaba en salud. Verla, llevarla con nosotros era practicar el cortejo, la familia futura. Era la novia sin besos que te daba un pase y te secaba la espalda. A alguno se le ocurrió regalarle algo. -Todas las madres precisan cosas, para ella, para el pibe, aseguró. -Claro, contestamos sin objetar. Miramos las camisetas rojas con una banda verde flamantes en su bolsa de nylon. Por la tarde fuimos al Turín Sport. Mirlo descubrió la prenda. ¡Una ranita, hay una ranita! Fuimos hasta donde señalaba. Yo tenía hermano, sabía lo que era. Los demás creyeron que era una joda o bien esperaban encontrarla saltando entre los plásticos de la vidriera. Se nos acercó Addoumie, el dueño, un encanto de persona. -¿Que pasa chicos? ¿Se arrepintieron? López, experimentado mediador, le hizo señas y en un aparte conversaron por el cambio. Luego de la fumata devolvimos lo adquirido y salimos con un paquetito donde entraron dos ranitas verde mar, cuatro pares de escarpines y un juguetito de esos para colgar. Estábamos azorados por la velocidad y el entusiasmo con que habían salido las cosas. Pese a la sospecha del cambio desfavorable, ninguno se arrepintió, ninguno pensó en nada ni meditó, sólo sé que la emboscamos y al verla cruzar con la vista baja, la paramos dejándole en las manos el paquetito con dibujitos de trineos. Después corrimos hasta desfallecer y nos tiramos sobre los mosaicos helados de un pasillo.
Un día la familia de la Pinchi se la llevó. Al campo dijeron, lejos.
Nosotros quisimos creer que aquel regalo le habrá servido para su hijito y que si era nena, ya debería andar pateando una pelota de goma en cualquier patio de alguna ciudad de algunos de los mundos en que se entra cuando ocurre una desgracia como aquella y se empieza a ser adulto para siempre.
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