Jueves, 22 de diciembre de 2005 | Hoy
Por Jorge Isaías
Esa mesa que ahora me parece demasiado baja, esa mesa de madera ordinaria que mi hermano estuvo por regalar, hasta que yo le recordé que allí la vieja amasaba las inevitables pastas los jueves y domingos de nuestra niñez.
Esa mesa de madera basta, de pino tan noble que trasegó la infancia mía y de mi hermano, que persiste a través de los años con sus tajos y sus huecos de brasa de cigarrillos como un oscuro pezón mordido.
Esa mesa del desayuno que estuvo en la cocina, que estaba protegida por un hule de color azul, "de color azul sufrido", como siempre repetía mi madre, ese hule que ella retiraba, puntual, los jueves y domingos por la mañana, y volcaba la harina sobre esa madera sin pintar, le hacía un hueco y ponía un poco de agua, una pizca de sal y partía algunos huevos que se mezclaban allí y que su gran pericia convertía al rato en una masa un poco amarillenta, flexible, y la extendía luego con el palo de amasar hasta lograr una capa muy delgada que cortaba con un breve cuchillo si eran tallarines hasta dejar unos listoncitos no tan delgados, ella decía que así eran mßs ricos y si ella lo decía, en fin, a nosotros nos parecía bien.
Espolvoreaba sobre ellos una delgada capa de harina, los cubría con un mantel muy blanco, que había viajado desde Italia con su madre y con ella que era niña, esperaba un rato y luego, cuando ya el agua estaba hirviendo y toda la familia junta, recién volcaba los fideos en la olla.
En otra olla más pequeña estaría preparándose la salsa hecha íntegramente con productos de la quinta que ella misma cuidaba y entonces volcaba allí los trozos de carne para hacer el estofado, a esa carne había hecho un pequeño tajo para introducir allí ajo, que a mi padre tanto gustaba y a mí, nada, y entonces, ella tan santa, con disimulo apartaba un pedazo (sin el ajo) y me lo servía en el plato subrepticiamente para que él no se enterara y armara un escándalo, ya que con razón decía que los pobres no debíamos despreciar la comida que se ponía en la mesa.
El que quiere comer plato especial, que vaya a la fonda repetía, mirándome furibundo.
Mi madre, callaba, miraba distraída , disimulaba yendo hacia la cocina, hasta que a él se le pasara la bronca. A veces tan distraído era todo pasaba desapercibido. No se daba cuenta, tal vez pensando no sé qué cosas y el momento tenso de otras veces no se producía.
Visto a la distancia, estas aparentes, y tal vez no tan aparentes arbitrariedades de mi padre querían hacer pedagogía conmigo, era una forma de decirme que en la vida no encontraría siempre alguien que me mimara como él no dejaba que me mimara mi madre, con eso, colijo, me quería advertir que la vida no era un lecho de rosas sino un camino lleno de espinas y botellas rotas y gente miserable que le hará si puede la vida imposible a uno. Todo eso me quería enseñar, tal vez de mala forma, él, que había andado "como bola sin manija" desde los 16 años por el mundo, como solía repetir con una pizca de resentimiento. Mi padre, que no había ido a la escuela más que hasta terminar el primer grado sabía todo esto y yo lo ignoraba, pero con los años le daría la razón. Pero ya era tarde, como siempre.
Sobre esa breve mesa yo escribí mis primeros poemas o las primeras palabras donde tal vez trataba con pena excesiva, con una exagerada retórica aunque yo no sabía en ese tiempo qué era "una retórica" ciertos primeros amores un poco más imaginados que reales como suelen ser las cosas del sentimiento en la adolescencia.
Esa mesa, entonces, quedó en mi casa, escueta, solitaria, contra la pared de la cocina, debajo de la ventana. Allí apoyo el bidón de agua potable, el paquete de yerba, el mate, la bombilla y la pava cuando la saco del fuego. Desde esa ventana veo los árboles de la calle, el pino bellísimo del vecino, la higuera que ya no da frutos, esas brevas que yo robé en mi infancia, la calle donde de vez en cuando pasa algún auto o una chata que va hacia el campo o hacia la ruta y no es raro que los adolescentes la emprendan con sus ruidosas motos, o, lo que es mejor, un grupo de chicas y de chicos pedaleando, en bicicletas, con sus pequeñas voces que se van enseñoreando por el aire chato y límpido, como es siempre en ese pueblo.
Esa ventana que está pintada por mi padre, de un color azul muy oscuro, la ventana por donde yo miraba el mundo desde mi más remota infancia, desde donde espié el jolgorio de los sapos los días de lluvia donde mi madre me prohibía salir y entonces yo esperaba con ansias advertir los colores del arco iris, una señal que ya no llovería y yo podría salir a la calle barrosa a encontrarme con mis amigos para jugar en esos zanjones llenos de agua turbulenta que iba hacia el campo, mejor dicho a engrosar los cañadones vecinos.
Desde esa ventana miro ahora el césped bien cortado por mi hermano, en ese terreno que siempre vi lleno de tomates y papas y lechugas, ese césped por donde corretea algún casal de horneritos, picoteando bichitos pequeñísimos, brincan, van saltando hasta que una pirincha violenta baja del fresno y ellos emprenden, precautoriamente, la retirada.
Esta mesa está en las cosas de la infancia que son inalterables, aunque ahora, solitaria, permanezca esperándome en mis viajes esporádicos para que yo apoye ese paquete de yerba olorosa y darle un poco de vida que le falta casi todo el año.
Aunque ella sepa que ya nunca más le volcarán la harina sobre el lomo percudido y nunca más sentirá la caricia de la masa que recorre la nervadura de la madera ultrajada por los tajos de muchos cortes de cuchillos repetidos en la urgencia de los años idos, los años que se fueron, sucesivos.
Hemos tirado el hule azul conque mi madre la cubría, preferimos con mi hermano, que esa madera noble quede al descubierto, aunque a veces la tapo con un modesto mantel no el mantel de Italia cuyo fin desconozco sino un mantel de algodón, humilde al menos para cubrirla de los fríos densos del invierno que ella pasa sola, sin sentir siquiera los pasos de alguien en esa casa donde ya no vive nadie.
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