Martes, 23 de septiembre de 2008 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Era una fija. El calor, la falta de agua y el toque de timbre para pedirla. Mediodía. ¿Se imaginan? Calores de antes, con mariposas espantadas por la resaca de la lluvia anterior, el humo levantándose del pavimento, las junturas de bleque como una baba, los pajaritos en la humedades de la altura, quietos, como aterrados de volar. Mediodía del infierno. Los perros con la boca afuera y nadie en la calle. Sólo nosotros y la insolación. La pelota, dura como un callo, golpeando en el pavimento y el alarde de cuando alguno mostraba al otro como escurría la remera de donde manaba el sudor a baldes. El pasillo de la Virgencita era rojo, calcáreo y allí quedó embutida la pelota. Toqué el timbre. Nadie. Me tuve que saltar y recobrar el elemento. Tranquilidad de desierto, ausencia de perros y casa amigable. Lo tiré fuera, se abrió la puerta de la Alemana y entre la penumbra de su casa me sonrió. Pasá, vení, me dijo, pasá que te doy agua fresca. Desde fuera, los ojos nublados, nada vi. Luego encontré que ella estaba en el medio de su living con una bata semitrasparente como las que usaban las bataclanas ofreciéndome una jarra con agua y limón. No quise sentarme pues estaba todo transpirado. Era una señora: podría ser mi mamá, mi hermana pero un poco más grande. Tal vez la tía de Buenos Aires en su modo fatal y la distancia. Distancia que ella había decido trasponer rápidamente: un toallón por mi cabeza, sus dedos que me apoyaron en la silla de hule, el sentir en la piel el roce de sus uñas quitándome la camiseta de Estudiantes. Al fin, me decía. Este era el momento y había llegado. Nada podía ni quería hacer. Cerré los ojos: un gran cansancio, la certidumbre de algo poderoso, la lucidez de la frente despejada y la suerte irremediable. Puerta cerrada, ella allí expuesta, mis amigos presintiendo afuera, calladitos y palpitando la jugada. Nunca me habían tocado abajo, nunca me habían acariciado con una toalla ni puesto perfume en el cuello ni talco en las axilas ni masajeado la espalda. Nunca. Nadie. Nunca me habían quitado los pantalones de correr y los calzoncillos hechos agua junto a un deslizar de tela húmeda, acampanada en su aroma de violetas y finalmente extirpado las zapatillas ardidas y en su lugar, bajo las plantas, un montón de toallones fríos.Nunca nadie me había hecho cerrar los ojos frente a un ventilador, desnudo y solo, un poco aterrado pero inmovilizado en la comprensión que el momento había llegado. Nunca había, reconozco, estado en la casa de la Alemana: maderas, mil chiches en sus repisitas y una radio lejos, en la pieza de al lado. Jamás había entrado en aquello, para después dejarme ir, con los ojos entreabiertos para observarle la mata de pelos rubios teñidos que desaparecían entre mis piernitas flacas y sus dedos de uñas nacaradas en mis tetillas. Nunca. Era la hora. Lo entendí. Mi parálisis se había vuelto transparente, delicada, flotante, aterradora y resignada. Alguien debía hacerlo, alguien debía abrir esa puerta, con alguien debía ocurrir, mientras que cruzaban por mi cabeza mi casa, el gesto de mi madre, los pibes fuera y yo que hacía fuerza para lograr que desaparezcan y que quede una nada negra, un espíritu nuevo, de otra persona que no tenía parientes, ni amigos, ni barrio, ni miedo. Cuando salí a la luz no había un alma en la calle. Lejanos autos pasaron llevando un estandarte mientras voceaban algo de un candidato por los altoparlantes. Los oí lejos. Todo estaba lejos, todo era abierto y claro, nada me temblaba, solo un poder en el pecho que me hizo recapacitar lo mal que había vivido hasta ese momento. Así era eso. Así era, me dije. Y saludé al zapatero sordomudo que cerraba la persiana con un toque de visera de gorro invisible y me quedé sentado en un rincón de la casa en construcción que teníamos por hogar. Sentí los goznes, nada hice. Asomó mi mamá. ¿Sos loco? Te estamos buscando para comer desde hace una hora. Andá para adentro. Mi hermana, un pariente del campo y su prole, todo me resutaba inocuo. Mi timidez había evaporándose. Mi viejo me semblanteó y me pegó en la nuca familiarmente. Estuviste con el diablo, ¿eh? Esta es la hora del demonio, ¿sabés?... hmm... Mi hijo huele a violetas, dijo exponiéndome a todos. Comí callado. Todos hablaban, todos opinaban de todo, ninguno se escuchaba, nadie había visto la vida como yo. Levanté los ojos y allí estaba la torta de cumpleaños. El festejo de mediodía que había de prolongarse en la nochecita. Pedí tres deseos antes de soplar, me gritó al oído una prima dientuda. Si no, te morís. No hace falta, no quiero. Y soplé por los trece. Che, ojo, extendió mi primo Enzo, tomando el número en vela sobre la mesa. Es el número de las brujas. Y todos rieron tontamente. Que sabían. Nada sabían, pobres. Nada sabían lo que era la brujería. Y la felicidad.
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