Martes, 7 de octubre de 2008 | Hoy
Por Jorge Isaías
Eran cuatro los hermanos Clérici, hijos de don Francisco, un hombre bajo y silencioso que usaba lentes oscuros y en ese tiempo tenía un campito frente al cementerio.
Don Francisco era hermano de Fernando y de Domingo, en cuya chacra lo conocí una tarde en que irrumpió con un sulky recién pintado de verde. Fue sólo llegar y provocar el ladrido de los perros sueltos (los bravos estaban atados por una gruesa cadena en el gallinero, bajo los paraísos) y en ese griterío apareció el viejo "Chiquín" poniendo orden.
A los hijos los conocí un tiempo después. Ellos habían pintado de gris claro la tranquera de quebracho de esa pequeña chacra y le habían escrito en perfectas letras blancas una leyenda que decía Establecimiento la buena moza. Era un homenaje a la madre, una gringa alta, rubia, con bellos ojos claros que tenía un porte elegante y al verla uno no podía asimilarla con las otras sufridas madres inmigrantes de entonces. Era como una flor de otra parte. No encajaba en ese ambiente bucólico donde sobraban los sacrificios. Lo cual no quiere decir que esta buena señora no los padeciera.
Sus hijos la mimaban y la hacían renegar con las travesuras de muchachotes que estaban siempre inventando y recreando. Era tal su inventiva y su excentricidad que el viejo "Chiquín" los había apodado "Los Magos", nombre que en ese tiempo no entendía muy bien, pero que visto a la distancia kilométrica de años puedo conceder que era acertado. Era una forma de graficar esa creatividad contenta que exhibían.
En aquel mundo lejano, de pretensiones módicas, de la militancia del "no goce", en la vocación de trabajo, de sacrificio como un sino, la gente de aquel tiempo quería ser sociable y no perdía oportunidad de reunirse.
En épocas en que la "juntada" de maíz, como se la llamaba a la recolección, había terminado, no era raro que cayeran los hermanos Clérici a la chacra del tío Domingo, donde vivía un sobrino, el inefable "Pichón" Bucelli, de alta e imbatible memoria. Reunirse para un truco o un chinchón era de rigor, tomar un mate con un trago de ginebra, en esas noches de heladas crudas era muy posible.
Lo que no imaginaron esos hombres simples, apegados a la ingenuidad y el modesto devenir de sus vidas es que ese niño que todo miraba con ojos de asombro, un día trataría de exhumar esos nombres, esos rostros que como una foto antigua aparecen difuminadas y estallando cada vez más en la memoria sin fin.
¿Volaban en ese tiempo más alto y más libres los pájaros?
¿Habré sido tan feliz como idealizan mis años maduros cada vez que me asomo a aquel tiempo remoto?
Preguntas que cada vez me formulo con más insistencia, a sabiendas de que nunca alcanzaré a la verdad. Ni siquiera "mi verdad", que aunque precaria y provisoria sería una, aunque teñida de subjetividad evidente.
Pero la precariedad, lo frágil, lo exclusivamente provisorio no se puede retener en un grupo de palabras que no pueden ser nunca "palancas de apoyo", como quería el poeta Roberto Juarroz. No pueden ser esas palancas, aunque lo pretendieran.
Porque la inocencia está lejos, aquellos años se perdieron como polvillo en el aire, como ése que levantaban los sulkys, los jinetes, los carros cargados de pasto, los camiones que transportaban cereal de las chacras al pueblo. Ese polvillo, o ese polvo cargoso que salía de esos caminos bordeados de yuyos, de pájaros, de lechuzones curiosos y hoscos, de alguna liebre que desconfiada cruzaba el camino donde reinaban hurones y cuises.
De todos modos me gusta pensar esos primeros años de mi vida como el universo de la despreocupación, el descubrimiento del mundo adulto y también el más tenaz desamparo.
Sin embargo, algunas cosas rescato en ese esplendor que no vuelve.
Los amaneceres, por ejemplo. Cuando "Pichón" saltaba sobre el lomo aterido del "nochero" e iba hacia el potrero a arrear los caballos para atarlos al arado.
Un humilde aradito marca "Triunfo", de dos rejas con un asiento de hierro encima, sobre el cual se ponía un pellón de oveja, para que quede menos duro a las asentaderas, y poder estar doce horas azuzando esos ocho percherones oscuros e ir provocando las melgas, que serían sembradas con previo paso de una rastra de punzones de hierro.
Una nube de gaviotas acompañaría al arador, en este caso "Pichón" para comer los gusanos y las isocas que salían al ser dada vuelta la tierra, el sol, la tierra, los caballos sudorosos y ese hombre sentado, que visto de lejos, era como un remero en un mar oscuro al que seguía esa nube de gaviotas y bandurrias. Es la imagen irrepetible, la que no regresa, salvo en mi más tenaz memoria que resiste todos los tiempos.
En verdad todo este baño quizá innecesario de nostalgia empezó con una leve hilacha resistiendo en el recuerdo.
Quería acordarme de los hermanos Clérici, no sabía, no recordaba -mejor- sus nombres y creía que eran tres. Tres rostros indecisos, y ya irrecuperables. Ni siquiera sé si están vivos. Entonces llamé a mi amiga Haydée con tanta suerte que en ese momento la visitaba su vecina y amiga, doña Olga Quintana, mamá de mi amigo "Quique", quien certera como una inscripción etrusca, arrimó las leñas secas para que este fuego empezara a arder.
Eran cuatro y se llamaban: Guillermo, Alberto, Eldo y Omar. Eran cuatros los hermanos Clérici, a los que "Chiquín" llamó "Los magos" en aquellos tiempos que se fueron para siempre.
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