Domingo, 30 de noviembre de 2008 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Cuando empezó el invierno con su escarchas laminando el paisaje y la gripe abatiendo soldados, decidimos armar el campeonato. Un amor al frío y al poder huir de casa, una desesperación callada me empujaba a la acción. Era como combatir aquello de convencer a todos, pasarlos a buscar, asegurarles una pelota de gajos blanquiroja y rivales varios. Lo armamos entonces entre la ventisca y en la certeza de que nadie iría a vernos, sólo nosotros estaríamos allí en ese rectángulo de tierra, las más de las veces estropeado, con el recuerdo de lo que pudo haber sido césped, en barrios incivilizados aún.
A veces algunos adultos se llegaban para verificar que sus púberes jugaran bien y apenas alentaban desde atrás del alambrado, pero luego se refugiaban en la despensa o directamente se iban. Una mañana de esas apareció mi tío Bruno. Le decíamos tío pero lo era de mi padre y yo apenas si había hablando dos veces con él. Su presencia era extraña y su aspecto el de un enterrador. Pelo blanco, cara enrojecida, dos pozos bajo las mejillas e infaltablemente, un librito arrollado bajo el brazo. Yo aún ignoraba sutilezas, pero había oído que se lo vinculaba a una Italia desaforada en la sangre de la Segunda Guerra en donde él había sacado de los pies hacia afuera de sus casas a más de un opositor.
Era el tío Bruno un fascista. Pero yo lo ignoraba aún. Bajo el ala negra de su invariable sombrero, créanme, le brillaban los ojos como chispas y eran como la advertencia de que aún vivía. Luego, cuando se quitaba el mágico sombrero su mirada se hacía plana y sonreía únicamente en el saludo. El por qué estaba allí era un interrogante. Llegué a pensar que mi padre había muerto y venía a decírmelo. Que su casa había estallado y se refugiaba cerca de la casucha que oficiaba de vestuario. O sencillamente que pasaba por allí y al reconocerme se acercó. Lo cierto es que el tío Bruno esperó a que terminara el partido y se acercó a saludarme. -Pasaba y te ví jugando, por eso me paré. Estaba recio y alto, con su ropa negra bajo el sol, una especie de cuáquero con polvo en los zapatos. Eso. La tierra en los zapatos era lo único que lo humanizaba; todo en él era gélido y desprendía una sensación de que en cualquier momento podría matar a alguien con sólo mover sus dedos tomando las cachas del revolver que sé que guardaba en la axila.
-Uno nunca sabe, oí al respecto decirle a mí padre una tarde de siesta. Me condujo del hombro hasta la avenida y después se despidió con un toque de sombrero. Asomaba ya el morro de una tempranera luna fría en la tarde y tuve un estremecimiento. En mi casa estaban mis primos, el calor, la leche con café y la certeza de un mundo de niños, sin muerte ni pasos de adultos por las veredas rotas.
Fue en la semana entrante que mi padre me llamó hacia donde él estaba. -Tomá, me dijo, te lo manda el tío Bruno. Era un folleto en blanco y negro acerca de un club. El Club de los Aguerridos Heraldos della Italia, rezaba. -Quiere que juegues para él, para su club. Pero estaba en blanco y negro, olía a tinta vieja y era como si mi padre me hubiese puesto un sapo muerto entre los dedos. Pálpitos de chico, olfato ante la grosería de la muerte, un adiós prematuro hacia lo que nunca querría haber conocido.
Cuando en la esquina, les mostré el papelito donde se veía a un a escuadra de soldaditos y al lado, en otro tiempo, más actual el equipo formado, con sus camisetas rayadas, el gordo Toledo fue expeditivo, como cuando levantaba polvareda en su área. -No vayas, no le des pelota si hasta las camisetas son en blanco y negro. ¿Cómo van a jugar bien?
Efectivamente, las camisetas, según me contara mi padre más tarde eran blanquinegras. Comparada con el sol de la nuestra aquello era un insulto.
El día que el tío Bruno fue a recoger mi respuesta, ni bien lo sentí entrar por el pasillo, fugué por los techos, como imaginé luego que habrían hecho sus enemigos cuando él llegaba para entregarlos.
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