Viernes, 6 de enero de 2006 | Hoy
Por Patricio Raffo
Aroma
Debería haber durado el aroma de aquellas ollas de la infancia. El azulejo perfumado. La muesca de luz en la cocina. El vapor de un manojo de ángeles en los olores exquisitos. Debería estar Antonia, aún, cocinando aquellas alquimias santas con romero. Y debería estar Octavia con sus menjunjes invernales o haciendo caramelos en la cocina que olía a eucalipto. Debería andar mi viejo, por supuesto, de acá para allá con sus brasitas del atardecer en la arquitectura perfecta de los fuegos. Mi viejo con sus asados de entrenoche y sus vahos de terciopelo suavizando el aire. Sabores del amor en los manteles tendidos para siempre. Si hubiese resultado así, inspiraría fuertemente esos olores del alma en estos tiempos de herrumbres, hollín y olvido. Llenaría los pulmones con esas esencias fundamentales para que respirar no sea solamente un acto técnico de vida. Respiraría la tibieza de aquellas horas. La brisa del ala de miel en el vuelo impecable de la memoria. Sentado frente a mí, en el borde de los precipicios perdurables y amados, lo repito una y otra vez: deberían haber durado los soberbios aromas de aquellos años.
Viento
Debería haber durado el viento en los campos de trigo. Debería continuar ondeando el mar amarillo de los sueños en el silencio de las siestas. Debería poder escucharse aquel silbido majestuoso en el ancho camino de los enormes árboles hasta la tranquea. El recuerdo tiene la perfección de una mujer de pie en el centro de los relojes: Eugenia brillaba. Los inmensos atardeceres comían de su mano. Bajaban con vuelos breves y sigilosos. Los alimentaba desde la galería con suelo de ladrillo de la vieja casa. Les daba de comer en la boca. La higuera hervía de brevas. Dos perros le ladraban a la sombra por venir. La turbulencia de la caricia se secaba lentamente al sol junto a las sábanas. Y las torcacitas hacían sus ruidos opacos contra todos los males del mundo.
Baile
Debería haber durado el baile de carnaval en la casa de la Tola. Las mascaritas merodeando la belleza en la medianoche de un pueblo perdido entre las guirnaldas de colores. Chiti y el lunar que reía en el umbral de los claveles rojos. Fernanda y el jumper de las bicicletas calcinando en el guadal la fiesta de los disfraces. La música que retumbaba contra la zanja esculpida en la vereda. Los sapos copulando con la luna en las ruedas de los pocos autos de la avenida y los gatos oscureciendo en la cornisa de nuestras manos como si nada. Debería haber durado el hall iluminado de la casa. La risa besándonos el giro. El tul calado lustrando el antifaz. La hamaca paraguaya y el vaivén exacto en el lazo de los sueños. La bandeja de plata de la noche en los pasos de Ricardo. El destello de Adrián en el cenit perfecto del abrazo. El ronroneo de la luna frente a los espejos. El sutil y único escarabajo de oro custodiando la felicidad lustrosa de algún dios que nos habitaba dulcemente.
Cuerpo
Debería haber durado eternamente el cuerpo de aquella mujer que tembló junto a mí enseñándome a temblar. Debería estar aún recostado sobre los cristales del instante haciendo que el tiempo brille. Y debería hacer alguno de los gestos que supo hacer cuando el deseo bullía en el aire. Desde la ceguera puedo verla: en la holgura de la belleza de sus huesos clavé estacas de sal. Para reconocer el camino. Para reconocer el único camino que siempre me devuelva a su cuerpo clavé estacas de sal. En la holgura de la belleza clavé infinitas estacas de sal. Y, sin embargo, los rumbos se pierden pese a todo. Debería escuchar mi nombre dicho por su boca una vez más para reconocerme frente a los espejos. Debería poder rozarla al menos para poder suturarme en ella. Debería trepar a sus altares una vez más para sangrar en el sacrificio de la muerte precisa. Debería cerrar definitivamente mis ojos entre sus brazos. Debería volverme aroma, viento y baile entre sus manos.
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