Sábado, 14 de enero de 2006 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Cuando lo encontré, hace dos o tres meses atrás, hablaba de Gandhi, de Buda, de Cristo, se declaraba pacifista, citaba aquello de Kafka en que el escritor decía que no se quejaba, aunque tenía motivos de sobra para hacerlo. Detestaba la violencia, parecía que se encontraba siguiendo un curso para lograr una santidad laica con plenitud. Comía poco y tomaba menos, había elegido la castidad y sus pertenencias eran mínimas. Es cierto, si uno lo invitaba a comer, mostraba tener un apetito fenomenal. Ese día que lo encontré, cercano al mediodía, en un bolichito de calle San Lorenzo, cercano a la calle Sarmiento, preparaban muy bien las milanesas con ajo y perejil. Se comió dos milanesas grandes, tres huevos fritos y una buena cantidad de papas. Eso sí, tomó solamente agua mineral sin gas. No estaba tan mal vestido, se había afeitado, comía educadamente. Creo que me alegré, pero algo en el cambio me había molestado. Ayer me lo encontré de nuevo. Está enojado, con rabia, todo el mundo era como su enemigo, se quejaba y lo insultaba a Kafka. Gandhi, Buda y Cristo le parecían unos fantoches que lo habían llevado por el mal camino. Pero ahora había encontrado el hombre que lo guía, aquel que sabe bien cómo debemos actuar hasta que llegue el fin del mundo que no está lejano. Me invitó a tomar algo, me sorprendió que tuviera plata, me presentó al amigo que ahora era su guía. El tipo era sumamente elegante, tenía como un extraño parecido a Frederic March, a Brad Pitt, y a alguien más, pero no recordaba a quien.
Habló solamente él, apenas con algunas interrupciones de su amigo, pero era como pequeños paréntesis a sus observaciones.
"La literatura, sobre todo la poesía, nos aleja de la santidad que uno desea, ese cielo perdido que todos tenemos que tener".
"La verdadera bondad, es obvia pero nadie se da por enterado. A los que tienen poco o nada, a los que sufren, es necesario eliminarlos. ¿Acaso no matan a los caballos?"
"Hay que escapar de algunos artistas en particular. Artistas como Klee, como Miró, como Max Ernst, nos hacen ver un mundo que existe, es verdad, pero no puede ser para nosotros".
"También hay músicos que hay que dejar de lado, estar lo más lejos posible de su contaminación, como Ravel, Berg o Bartok".
"No hay que tener amigos. Terminan traicionándote. No puedo nombrarte a ninguno: pueden querer matarme".
"Nada de compasión, para nadie y para nada. Con nosotros no la tienen, no hay razón alguna para tenerla".
"La tolerancia, ¿por qué? y ¿para qué?"
"La única medida de todas las cosas no es el hombre en general sino nosotros en particular. Es a través de nosotros, y solamente de nosotros, que debemos ver las cosas y actuar en consecuencia".
La cara de quien me hablaba, y la cara de quien estaba con él, habían adquirido algo que me asustaba. Sentí miedo. Solamente se me ocurrió dar una opinión sobre las milanesas, de la cual por otra parte solamente había podido probar un bocado o dos. Traté de ser extenso en la ponderación del equilibrio logrado entre el ajo y el perejil. Discurrí sobre las propiedades benéficas de esos elementos y traté de sonreír hablando del olor penetrante que dejaban.
Las caras de los tipos seguían inmutables, en esa misma mueca que calificaría de horripilante sino fuera porque era más que eso, mucho más que eso. Me dije que cosa como ésta no debían pasar.
El tipo que acompañaba a quien de pacifista se había transformado en violento, me preguntó con una voz de bajo parecida a la de un bajo ruso, Fyodor Chaliapin, bajo, dicho sea de paso, que al menos los diccionarios en inglés remiten a Fyodor Shalyapin. Con esa voz, decía, me preguntó casi como con una sonrisa esperanzada: "¿Por casualidad no se encuentra usted desesperado?" Le dije que no, y tratando de agregar humor a lo que no tenía le dije que contra la desesperación me defiendo como gato panza arriba. Y antes que Chaliapin siguiera hablando le dije: "¿Usted hizo alguna vez Mefistófeles?". Agregué: si lo hizo debe haber estado magnífico.
Me contestó que él era un tipo serio, no se dedicaba a pavadas como el canto operístico, aunque desde hacía años estaba dedicado a componer una ópera que aún no había podido terminar. Que no piense el lector en lo que obviamente puede pensar. No, nada que ver con una presunta presencia del diablo. Si yo notaba que había maldad en esos dos individuos era una maldad muy nuestra, como todas las maldades que conocemos. El diablo no se mete en el cuerpo de nadie para hacer sus maldades. No lo necesitamos. Los hombres tenemos una magnífica capacidad para el mal; todo lo que hacemos es nuestro, nadie ha dictado fórmulas para lograr aquello que mata a los otros, que increíblemente siguen siendo nuestros prójimos, a los que deberíamos amar, se supone. Dios nos dio la libertad y a esa libertad agregó su silencio. Nosotros actuamos como actuamos y es de suponer que en algún momento rendiremos cuenta por todo lo que hemos hecho y todo lo que nos queda por hacer. A la maldad humana solamente podemos enfrentar la bondad humana Es lo que pretendía hacer con esos dos sujetos que compartían la mesa.
Hubiera sido más simple si se hubiese tratado del doctor Fausto y Mefistófeles, hablando una especie de italiano con acento ruso, según diría V Valery recordando a Verlaine. Pero no era ese Mefistófeles de Mi Fausto, tampoco el de Goethe, menos aún el de Thomas Mann y no era el diablo de la historia del soldado de Stravinsky. No, nada de eso. Eran dos hombres de esta ciudad, no demasiado simples, pero tampoco nada del otro mundo. Sin duda algo pesados, algo convencidos que estaban representando un papel. Y lo representaban bien. ¿O son así en realidad?
Los tipos seguían hablando, no sé cuál, era como si hablaran juntos. La milanesa me estaba haciendo mal, el mozo me dijo que estaba blanco como un papel, el que tenía la voz de bajo ruso insinuó que de eso se trataba la desesperación. Después perdí el conocimiento. Cuando desperté estaba en uno de los cuartos de atrás del boliche que daba a un insospechado patio borgiano. El dueño del lugar y el mozo me dijeron que los dos tipos habían partido, habían pagado la cuenta, habían dejado una suculenta propina y les dejaron un sobre para que me lo entregaran. Recibí el sobre y no lo abrí. Aún no lo he abierto. Todavía no lo he abierto. La desesperación me acorrala, sin escapatoria posible. Como el zahir de Borges, el pensamiento de ese sobre me persigue y es inevitable, lo comprendo. ¿Pasará algo que me haga abrir el sobre? En esa espera me encuentro.
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