Viernes, 15 de mayo de 2009 | Hoy
Por Bea Suárez
Canto sereno, si, casi celeste,
Sobre un fondo de inseguridad y angustia.
¿Es esta sombra la que me hace triste?
Juanele Ortíz
Dos tipos se preparan para subir a un andamio y así realizar trabajos, en eso consiste su labor.
Todas las mañanas los esperan tablones tejidos con alambre de acero, una cabina de tela, media sombra que encierra a los hombres.
Se escucha un crique, una matraca propulsada por ellos mismos que va elevando la plataforma y elevándolos al ras de la pared de un edificio muy alto.
Todos los días desde hace meses. Son los mismos. Los mismos dos. Hacen eso, se mantienen más cerca del cielo que yo. Algún bello animal volador se para en la madera cuando descansan, el andamio es un balcón provisorio al vacío, donde podrían caer, larguísimos y muertos cualquier día.
El andamio parece negar la pared que circunda, los señores tornasolados por el amanecer o la tarde toman mate y miran la larga fila de gente abajo que hemos perdido ese hermoso terreno donde ellos están y permanecen.
No parecen preguntarse demasiado, mueven las manos y listo, no les noto la respiración entrecortada. A veces ese lugar parece una madera del pueblo, el núcleo donde pudieran subirse todos los trabajadores.
Es un lugar pequeño y es siempre el mismo. Suben a las siete y bajan a las diecisiete (hasta el número se repite), no sé si aguantan la altura por algún lento vino que anduviera rondando o por el casco crepitante deshecho de vida que tapa el terror en trenzas, quizás en sus cabezas.
Son los hombres que suben a frotar astillas y llegar a la incógnita más gruesa de la vida; yo creo que imaginan jamás caerse ni descender a gritos. Tienen fe en la construcción rosarina, creen que es eso, ese monstruo inofensivo que los eleva rabiosamente. Un Dios alto que no devora manos o que les regalará la luna más rápido.
Pasa un chico y pregunta ¿mamá quien es ese hombre? ¿Quién es ese hombre resoplado?. Y mientras sacuden las riendas la madre no responde, está recién bautizada de peligro.
Yo quiero que los bajen algún día y les den una fortuna de tierra, una guardia hermosa que impida volver a revestir con sus tentáculos la livianísima distancia con la muerte.
Que les sumen naranjas al corazón desesperado o que nosotros, los parroquianos, les demos más palabras que sueldos.
Dos hombres en estampa suben a deshacer Rosario y vernos, desde una nube única y obrera, donde nada se oye más que una derrota.
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