Miércoles, 8 de julio de 2009 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Lo primero que noté en los animalitos que tenía a mano en mi universo pedestre es que no esperaban nada de mí, me ignoraban y que resultaban bastante pelotudos al dejarse capturar por los crueles. Mario, un tal Mario, un psicópata temible era el que atrapaba gatitos y los martillaba a botellas de coca cola sobre un viejo mostrador que cerraba por detrás la cancha de Solano. Era impiadoso y daba pánico. Usaba una de esas camperitas que nunca cierran y no cubren el frío; los ojos vidriosos, el pelo enrulado, la boca entreabierta y los ojos verdes enrojecidos. Le pegaba en la cabeza a los gatitos. Y uno tenía que mirar eso porque lo hacía ahí delante para que lo viéramos, para asustarnos, para mostrarnos que era asqueroso y que estaba loco. Nadie decía nada: era más grande y gozaba con pegar. Lo imagino hoy, tal vez ya muerto y hecho huesos sin nombre u hombre callado de negocios, asentado en una casa, hijo de padre médico y madre maestra. Aún luego de aquella tarde nuestra, de adultos. Fue en una sala de espera de médico. Allí estaba él, sereno, los mismo ojos vidriados, panza de sapo, visitador médico lustrado. La boca entreabierta fueron su DNI. Yo estaba de luto: habían muertos todos: mis padres, mis hijos, mis amigos y mi corazón rebosaba por odio de by pass y stents. El amor roto como una flecha sucia en el pecho y una desesperanza que combatía con 100 Pipers en mi casa, zona sur, sin tevé y depresión. Allí estaba Mario, de apellido insignificante y olvidable. Mario, el que nos pinchaba las pelotas o las robaba para luego tirarlas a rodar en la avenida y sentirlas explotar bajo las ruedas de los camiones. Mario, el de los gatitos de cabezas abolladas, el de los chicos pequeñitos en el baño, el de las tortugas ahogadas en formol, las ranas clavadas a lo Cristo, los perros heridos a ladrillazos. Era la tardecita. Estábamos solos. Un olor a angustia prevaleció. Pensé en Toledo y su cara quemada por el ácido de un escape a manos de Mario, en mi hermana humillada delante mío cuando pasó con su vestidito y él le dijo frases tremendas. El Mario, ahora ahí a mi lado. Sobre nosotros pendía un cuadro de Villafañe: el arte nos separaba. Y una mesita de fórmica con un caballito de bronce encima. ¿Sos Mario?, pregunté con la voz oscura, de esa que me sale cuando no me queda más que atacar o ser golpeado, morir o que me pongan de rodillas como lo está haciendo el mundo últimamente. Pensé en mi vida cuarentona: sin familia, sin edad, enfermo, contuso de errores. El estaba al lado mío, el que me había roto todas las de cuero, él, Mario quien me miró por sobre sus anteojos dejando de leer una revista de minas en bolas. Sí, dudó. ¿Vos? y sonó amable, interrogativo, con clase. Algún colega habrá pensado. ¿Vos no sos Mario Lazarete, el de Echesortu, el de la calle Lima? Dejó la revista en la falda y ni se sonrió pero asintió ¿De donde...? alcanzó a mumurar. Ah, yo era amigo tuyo y de todos tus animalitos, ¿Te acordás? Y en segundo arrojé en su cara la mesita, luego el Villafañe sobre su cabeza marco duro y una patada de mis borceguíes en la cara. Caído, babeando sangre le incrusté el corcel en las costillas y logré una perfomance hermosa y sucia: el patadón en plena cara, zona de boca, molares, lengua, con incrustaciones de anteojos y disloque de ojos. Luego, el silencio. Tres, cuatro segundos habrá durado. Salí por el ascensor que daba a Tucumán, nadie me había registrado ni visto entrar, y si aún despertó no debe haber entendido si es que recuerda eso que le mencioné de los bichos. Las pelotas robadas, los manoseos a los más chicos, las frases a mi hermana vaya y pase.
Pero con los animalitos no. Son de Dios.
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