Jueves, 26 de enero de 2006 | Hoy
Por Por Jorge Isaías
Venía por un camino polvoriento que unía chacras y estancias, en lo más profundo del campo, lejos de las rutas asfaltadas que llevan a las grandes ciudades.
Las ropas gastadas, como sus zapatillas de un color mugre y de la que alguna vez se pudo colegir el color, pero ahora era una tarea concedida a la magia, a la conjetura o a la especulación poco productiva el averiguarlo, casi como su camisa, pero al menos ésta tenía una levísima y muy tenue coloración verdeagua. El pantalón era negro como su gorra y guardaba en su visera el polvo escrupuloso de todos los caminos y los kilómetros que venía caminando en busca de caza, a juzgar por esa escopeta que iba cambiando de mano cada tanto y a veces se servía de una correa que unía el caño y la culata para echarla al hombro y llevarla así más cómodamente.
Hacía mucho tiempo que había divisado ese grupo de árboles que formaban a lo lejos una línea borrosa, como un grueso hilo verde y cuando se fue acercando notó que eran dos hileras de árboles y al verlo más nítido , supo, es un decir, porque siempre lo había sabido, que era el "callejón de Cinel" como lo llamaba la gente por la proximidad del dueño del campo, aunque eran tan antiguos los árboles que tal vez no fuera Cinel el que lo había plantado pero para el caso era lo mismo.
Cuando llegó al cruce del caminos, justo donde comenzaba esa larga hilera de casuarinas oscuras se sintió bien, sintió el placer acogedor de la sombra, algo como un abrazo del cielo que allí dejó de ser añil para convertirse en un verde oscuro y que pegaba primero en los ojos y luego iba entrando en todo el cuerpo con una presencia casi física de sombra propicia.
Luego de haber caminado tantos kilómetros bajo un sol depredador sintió que había valido la pena todo ese esfuerzo que nadie le había pedido, pero sortear la insolencia de la luz por tanto rato bien valía aún agradecer ese premio de todos los dioses.
Tenía sobre sí cansancio de siglos así que quiso a conciencia disfrutar lo máximo de esa sombra que era como una bendición bajo la canícula tan parecida al infierno y se paró de golpe. Respiró hondo, mientras alzaba hacia lo alto la cabeza, hacia esa malla tupida de hojas que apenas dejaba filtrar los rayos del sol y luego se sentó, apoyó la escopeta en el suelo, sacó un paquete de cigarrillos, encendió uno con lentitud y exhaló el humo con placer, sentándose junto a una de las casuarinas que prestó generosa e indiferente su tronco para que apoyara la espalda cansada. Se estuvo un rato largo así, pensando quién sabe qué cosas o tal vez lo más probable con la mente en blanco, como quien dice, para expresar la ausencia de imágenes en el cerebro.
Había pasado un largo rato y decidió transitar ese leve Paraíso que se le ofrecía a sus sentidos, independientemente de si a su interés de cazador le proporcionara alguna ventaja, ya que éste casi no estaba vinculado al cobro de piezas que vagamente buscaba. Podrían ser liebres, perdices o patos, animales que como cualquiera sabe no elegirían pasearse por ese callejón, cuanto mucho lo cruzarían presurosos. Elegirían más los pastizales, los cañadones, la mera llanura poblada de yuyales, de cardos, de espartillos y juncos.
Tal vez en ese momento menos le importara la caza que ese placer que le proporcionaba siempre ese grupo de árboles que formaban una avenida larga y sombreada, con esos árboles que alguien alguna vez plantó y a quien él siempre agradecería cada vez que disfrutaba de su sombra generosa, aunque tal vez nunca se enteraría del nombre del pionero, de ese lejano benefactor, de ese adelantado. Pero siempre pensó que eso ya no tenía la menor importancia, él era sólo un cazador aficionado y furtivo y se avenía a todo aquello que encontrara en esas incursiones anárquicas que de vez en cuando acometía.
Con ese criterio habría tenido que averiguar para agradecer convenientemente, cortésmente cada puente de madera o cemento que le evitaba mojarse los pies y que encontrara en esos largos peregrinajes de horas en busca de azarosas piezas ubicuas.
Siguió un largo rato transitando ese camino, agradeciendo como una bendición que estuviera allí, como están también los pájaros, el aire, la volátil semilla del cardo y ese sol cuyos rayos mediatizan con toda eficacia la sombra protectora que dan las dos hileras de casuarinas oscuras.
Divisó al fondo una breve nube de polvo y cuando se fue acercando, creyó notar que se trataba de un automóvil y cuando lo tuvo más cerca comprobó que era una chata último modelo y que venía a una velocidad más que respetable y al acercarse aminoró la marcha para no llenarlo de tierra, como un signo de respeto y cuando él se corrió a un costado para dejarlo pasar poniendo los pies en la alfombra de gramilla que listaba los costados del camino y sin detener el paso vio cómo del vehículo salía una mano que lo saludaba y entonces comprobó que no era un conocido, ya que de lo contrario hubiera hecho sonar la bocina.
Apenas lo hubo cruzado, la chata aceleró a fondo y produjo una inmensa nube de polvo pero no se dignó volverse, porque apenas la nube se produjo en su mente la chata, la mano y el encuentro eran ya un recuerdo borroso, hundido en el magma sin fin de ninguna memoria.
Antes de llegar al final del camino arbolado se cruzó con otro vehículo, esta vez sí reconoció al camioncito de modelo antiguo, cuyo ruido de hierros golpeándose se adelantaba a sus ruedas. El conductor detuvo la marcha, se saludaron y éste le pidió un cigarrillo y fuego que le fue concedido a través de una llama que produjo un antiguo encendedor de los llamados "Carucitas", a bencina, de los que ya tal vez no vengan.
Luego de darle algunas precisiones sobre el lugar óptimo para una buena caza, puso primera y se alejó con un ruido no sólo de hierros sueltos sino con el que producían un par de tanques para gasoil vacíos que llevaba apoyados contra la baranda de la caja del vehículo, y que al golpear contra la madera hacían un ruido de "bongó" desafinado.
Caminó unos trescientos metros más ya desprotegido de la sombra que lo había acompañado hasta allí y se paró para orientarse.
Vio hacia su izquierda, por fin ese grupo informe de juncos que prefiguraba el cañadón donde según la promesa de su amigo que acababa de cruzar en su camión destartalado lo estaría esperando una inmensa bandada de patos que "casi se pueden cazar con la mano", había exagerado.
Él, el cazador, sabía que nunca era así y que el animal más desconfiado es el pato, aún con esas cabezas pequeñas y que parecen poco inteligentes, pero que nunca son tan recelosos como cuando deambulan cercanos a un espejo de agua.
Subió los cuatro hilos del alambrado, pisó uno de los postes de ñandubay que estaba clavado firme a la orilla casi del camino, y saltó hacia el campo que lo esperaba con sus cardos y sus yuyos ya que no era más que potrero, por ahora ausente de vacas. Menos de doscientos metros lo separaban de ese manchón informe de espartillo, juncos y otras malezas acuáticas y a medida que se iba acercando, vio la superficie plana del agua, con una luz coruscante, pero inmóvil, ya que no había ni una brisa miserable en el aire detenido y perfecto.
Se agazapó, precautoriamente, y se fue ocultando como pudo entre yuyales que se hacían tupidos cuando iba aproximándose al agua.
Algunas bandurrias levantaron vuelo indiscriminadamente al verlo aproximarse, seguidas por una bandada de chorlitos y dos cigüeñas que alzaron como dos sábanas sus alas del suelo, pesadamente hasta formar una sombra errátil que fue alejándose del pasto desparejo e hirsuto.
Fue una señal que "removió el avispero" como suele decirse y toda la fauna acuática empezó a inquietarse, entonces disparó los dos cartuchos que tenía su escopeta ya que antes que cargara de nuevo no habría quedado un pato a la vista para apuntarle. Tiró a la bandada o al resto de ella que todavía nadaba, no sin inquietud, en la cañada que se había llenado de ruidos de vuelos y alas y graznidos al que no se podía individualizar.
En la confusión vio un plumerío en el aire, un ruido y un desorden de patos, entonces se introdujo sin pensarlo, en el agua que le fue comiendo desde los pies hasta la cintura, cuando pudo por fin apresar un pato muy malherido y creyó ver otros dos que se escondían, heridos, en el juncal hechos una madeja mojada.
Desistió de buscarlos como denostó no haber traído un perro prestado, ya que el suyo había muerto hacía un tiempo y se preguntó por qué no se había agenciado de otro, tan aficionado a la caza como era. Lo pensó como una culpa, como una incertidumbre a la que no le encontraba respuesta y se contentó con justificar esa falta de interés en recordar cuán bueno era el que se le había muerto y que no era fácil reemplazarlo. Aunque tal vez la razón o las razones fueran otras, de todos modos se contentó con ese razonamiento, mientras caminaba por el campo, con medio cuerpo empapado, chorreando agua barrosa, preso de un olor espantoso a agua estancada.
Desistió de los patos, porque con los disparos era muy difícil que volviera esa bandada u otra a aproximarse siquiera a la cañada y tal vez no volvieran ya ese día.
Deambuló un par de horas por los campos aledaños tratando de avistar una liebre, con resultado infructuoso. Parecía que hacía un siglo que no había una por allí, así que emprendió el regreso, encaminándose otra vez hacia esa hilera de árboles que lo habían homenajeado con su sombra un rato antes.
En algún momento se paró en medio del campo, entonces lo fue rodeando un grupo de vacas curiosas y aprovechó para encender un cigarrillo cuyo humo se deshizo prontamente en el aire.
Sólo cuando divisó la avenida que formaba el callejón con las casuarinas se sintió mejor.
Entonces no le importó la caza miserable y menguada, más que magra, que llevaba atada al cinturón y que le golpeaba manchando su pantalón de una sangre espesa y oscura ni la escopeta inútil que le colgaba de su hombro derecho como un desperdicio.
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