Martes, 31 de enero de 2006 | Hoy
Por Por Víctor Zenobi
Durante años estuve fascinado por la excelente narración de la Iliada y de la Odisea y todavía hoy siento su onírica influencia, a partir de unos libros que inevitablemente y cada tanto vuelvo a comprar, como si pudiesen depararme el placer de leer algo nuevo. Mejor dicho, como si no supiera de lo que tratan. La operación, tal es la palabra que utilizo para atenuar el efecto de repetición que conlleva, probablemente se deba a un estímulo infantil, ya que son los niños los que quieren escuchar las mismas historias. Lo que produjo, sin espera, un placer nos introduce en el circuito de nuestras expectativas; son los niños los que introducen el eterno retorno o al menos lo confirman.
El tema, sin embargo, involucra una extraña sensación de que lo que acontece en esas narraciones puede variar. No me refiero a las estrategias de las traducciones y de la cuales podemos recoger versiones en prosa o en verso, ni siquiera a la supuesta fidelidad de una traducción de la que no sólo descreo y ni siquiera me interesa, me refiero a un proceso implicado en lo imaginario.
Me refiero, por ejemplo, a la absurda esperanza (en la relectura de la Ilíada por ejemplo) de que Héctor, domador de caballos, que siempre ha logrado mi más íntima afección, logre vencer finalmente a Aquiles, o de que la lanza de Eneas, en el canto XX, logre atravesar las diferentes capas de su escudo.
Un lector tan exhaustivo como Aristóteles consideró "el número de sentidos que puede adoptar ese pasaje específico", porque el escudo de Aquiles se componía de cinco planchas de metal superpuestas: dos de bronce, dos de estaño y la exterior de oro. ¿Cómo pudo la lanza, que atravesó dos, detenerse en la de oro, que era la exterior? La rigurosa lógica del Estagirita, considera los modos posibles de la detención y decide su verosimilitud.
En otra escena, analizando los modos de anagnórisis, que revelan la importancia del principio de identidad, Aristóteles advierte que Penélope incurre en un falso razonamiento: "ante Odiseo, que se hace pasar por un cretense que lo ha recibido en su casa" , se convence de la veracidad de la historia; ...de la verdad del consecuente, la descripción de los vestidos y los modales de Odiseo, concluye la verdad del antecedente.
El extranjero es el cretense Etón". Por supuesto, podríamos responderle a Aristóteles que Penélope dista mucho de saber que un condicional con antecedente falso, en lógica, resulta siempre verdadero.
Hay tantos escolios, tantos comentarios como estos, escolios acerca de la disposición, la estructura, la prosodia, en la Ilíada y de la Odisea, que hasta nuestro conocimiento de los famosos filólogos de Alejandría, les debemos. Tal es su riqueza.
Pero de lo que se trata aquí, es que el discurso de la lógica y las del arte confluyen, porque se derivan del discurso imperante en ese momento, en suma, de una confluencia de un saber erudito y un saber popular.
Recupero estas consideraciones, las razonadas, las que justifican o parecen justificar el más precario de nuestros desatinos, con la pretensión de insinuar que ciertos libros (ciertos libros, no todos) pueden leerse con el convencimiento de que no se agotarán, de que nuestra lectura apenas dará cuenta de algunas cuestiones.
Probablemente los griegos inauguraron esta cuestión y de allí, tal vez, que sintamos, al menos en Occidente, recurrir reiteradamente a ellos.
Heráclito leía en una hoja, en la hoja de un árbol digamos, algo diferente de sí misma y su frase tan reiterada, No bajarás dos veces al mismo río prácticamente borró la contigüidad que enunció uno de sus alumnos: "Ni siquiera una vez..." Es tan difícil convencerse de lo ineluctable como de lo contrario; es tan extraño lo real, lo que llamamos real, que desesperamos por querer comprenderlo, capturarlo, inscribirlo...Para colmo la escritura tiende a envolver lo real con una cualidad excedente, un plus que le es específico, que le es propio y que contamina lo real de una conciencia escrituraria.
Por supuesto, como su marca o digamos mejor aún su límite, ahí está la muerte circunscribiendo la estrategia de que lo imposible fuese.
Sin embargo, la extraña consistencia del deseo implicado en las palabras y aun recusado por lo real, insiste. Y si no... ¿por qué escribimos? En los más altos libros de nuestra historia, nuestra historia más cercana, por supuesto, alguien desciende a la muerte o conversa con los muertos.
Odiseo en el capítulo XI suplica "con fervor a las inanes cabeza de los muertos" y conversa con Elpenor, con Tiresias y con la sombra de su madre, Anticlea. De este modo, inaugura una secuencia que se reitera en La Eneida y en la Divina Comedia.
Por supuesto, no sólo eso, ya que sus personajes, incluso aquellos que apenas son mencionados como Edipo, hijo y marido de Epicaste, son retomados por los grandes autores del período clásico.
Del período clásico de los griegos, porque podríamos extendernos en múltiples párrafos que fueron (y ojalá sigan siendo) pretextos de futuras variaciones. El sueño anticipatorio de Penélope en la rapsodia XIX anticipa no sólo el final de la Odisea sino el regreso de Eneas al mundo de los vivos, a través de la puerta de marfil, la de los sueños falsos.
La famosa carta con la orden de muerte para Hamlet, enviado por su tío Claudio, a Inglaterra, es una de las tantas variaciones del canto VI de la Ilíada, cuando Preto, a instancia de su mujer Antea, envía a Belerefonte a Likia, "con unas tablas para su suegro (el rey), en las que escribió signos de muerte, pretendiendo que se las entregara y este lo matase".
Muchas cuestiones se infieren de este episodio, por de pronto que Belerefonte, portador de la orden de su muerte, no sabía leer ya que a diferencia de Hamlet, no se salva por leer el contenido, sino por voluntad de los dioses o del narrador. Una historia parecida se cuenta de Rosas, sin duda lector de Shakespeare o de Homero, que mandó con una carta la orden de fusilamiento del emisario, que algunos sostienen era el padre de Leandro Alem.
La realidad, intrincada interrelación de hechos y significantes, copia incesantemente a la literatura, intrincada complejidad de signos. Pero, volvamos a la Ilíada, al canto en cuestión, porque nos demuestra que en la época en que se narra, ya había escritura; algunos lo considerarán hoy una trivialidad, pero no es poca cosa.
A Homero tradicionalmente lo representamos ciego, pero en esa época, ¿un ciego podría escribir? Las posibilidades son muchas. Wilde dice que lo representaban ciego, porque la poesía no debía ser visual. Sin embargo la Ilíada y la Odisea son espléndidamente visuales y la comparación, forma elemental de la imaginación visual, lo comprueba: "Como en un jardín inclina la amapola su tallo, combándose al peso del fruto o de los aguaceros primaverales, de semejante modo inclinó el guerrero la cabeza, que el casco hacía poderosa".
Es muy probable que Homero sea el nombre que agrupa a varios rapsodas, aunque hoy por hoy se admita la teoría unitaria, es decir que la Ilíada y la Odisea, de XXIV cantos cada una, sean obras de un mismo autor.
También se admite que ambas fueron compuestas hacia el siglo IX antes de Cristo. Más allá de las variaciones que la trasmisión oral ocasionó, los textos definitivos fueron fijados hacia el siglo VI a.C., cuando Pisístrato reunió los elementos dispersos que circulaban por boca de los aedos.
Una quinta parte de la obra se halla compuesta en hexámetros dactílicos cuya composición estriba en la cadencia entre sílaba largas y breves. No es sencillo apreciar o trasponer esa cadencia. La concepción del verso en los griegos es distinta de la que cultivamos nosotros, ellos pensaban en versos caracterizados para el sistro, en frases rítmicas que se balancean, en construcciones paralelas o versos pareados, en fin, habría mucho que decir... El hilo conductor de la Ilíada tiene como tema la ira de Aquiles que culmina con la muerte de Héctor y el espacio en el que transcurre es la tierra de Ilión.
La Odisea tiene como tema el regreso de Odiseo a su isla, Itaca, a su mujer, Penélope, y su hijo, Telémaco, y el ámbito en el que transcurre, es el mar. Fácilmente se puede apreciar por qué ambas obras se convirtieron en las más celebradas; las culturas orientales conquistaron otros pueblos recorriendo grandes extensiones a caballo y los nórdicos y parte de los europeos lo hicieron después de atravesar el mar.
Muchos pueblos recurrieron a Homero para desarrollar sus culturas o crear una disciplina. La filosofía fue una de ellas. Cuando los presocráticos comenzaron su actividad debieron acomodarse a ciertas ideas de la poesía homérica; de hecho los sofistas, al enseñar retórica como filosofía, acudieron a Homero, ya sea por particularidades lingüísticas como por criterios éticos que desprendían del carácter de sus héroes. Hippias, por ejemplo, insiste en la oposición entre Aquiles y Odiseo.
Para todos Aquiles representa el coraje, la fuerza, la destreza guerrera y Odiseo, la inteligencia y la astucia, el valor del conocimiento que sin duda es una de nuestras mejores cualidades. Sin embargo, hay algo en Odiseo que es mucho más importante, algo que lo distingue del resto de los héroes homéricos. Ese algo, que no siempre es considerado, consta en el canto V, cuando la ninfa Calipso, la divina entre las diosas, le ofrece la inmortalidad que rechaza: "¡No te enojes conmigo, venerada deidad! Reconozco que Penélope te es inferior en belleza siendo ella mortal y tu inmortal y exenta de vejez.
No obstante esto anhelo ir a mi casa y ver lucir el día de mi regreso.
Y si alguno de los dioses deseara aniquilarme lo sufriré con el ánimo que llena mi pecho, tan paciente para los dolores, pues he padecido en el mar como en la guerra y aceptaré este mal como he aceptado otros." En el libro X de la República, Platón cuenta la historia del armenio Er, el soldado que regresa de la muerte para contar lo que ha visto.
Entre muchas cosas, ha visto a las almas que beberán de las aguas del Leteo, el río del Olvido, porque van a reencarnarse. Orfeo escoge la condición de un cisne, Tamiris la condición de un ruiseñor, Agamenón la condición del águila...Odiseo, el último en ser llamado, anduvo buscando por mucho rato hasta que descubrió, "la condición de un simple particular que los demás habían despreciado." Raramente hombre alguno permanece tan fiel a su estirpe.
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