Miércoles, 8 de febrero de 2006 | Hoy
Por Daniela Piccione y Roberto Lobos
El
La imagen no es extraña: vos estás sentada frente a mí, desnuda, y yo, desnudo también, te miro en silencio. O te escucho, qué más da. Podría ser una imagen de antes de abrazarnos. O de después. Incluso de antes de conocernos. No hay nada que ayude a revelar la oportunidad, el instante exacto del momento.
Me dejo. Te dejás. Nos dejamos. La tentación de ligarnos subyace hasta en las miradas y ni siquiera sabemos bien por qué. Sólo intentamos justificarnos con un pálido "porque así ha de ser" como si con eso alcanzara.
¿Cuál es la fibra inquietante que no resistimos? ¿Disfrazamos con sexo nuestras grietas? ¿Alcanzará alguna vez el tiempo?
Ella
No sé ni me importa si la ropa va a subir o si los pies van a caer para sucumbir ante ella. Tengo desvanecida la línea perpendicular a sus silencios. Tantas veces le dije que la palabra nos iba a hacer más humanos que me desequilibra retomar el hilo del desnudo sin otros detalles.
Tengo todas las sombras que le sobran a la oscuridad prendidas aquí en mi celo.
El no sabe, pero necesito desesperadamente que sea domingo y que la gente salte por las ventanas, de los puentes, del parque España, que se dejen caminar por los trenes, que se disparen en las cabezas, que se tomen de a una las pastillas.
Necesito una ronda de suicidas como fondo.
Ellos
Aparece ropa dispersa; hay una tenue luz colándose entre las hendijas de la persiana y figuras molestando a la penumbra.
Son extraños intermitentes aguardando la caricia predecible. Una fotografía del momento rompiendo la mitad insegura de dos cuerpos en línea.
Dos siluetas de la mampostería del amor en papel madera, los únicos cimientos de una ilusión que soporta eternos destinos y débiles juramentos.
¿El?
Necesito decirle que no puedo. Que no sé. Que no me sale.
La conozco demasiado, creo, y entonces pienso en cerrar los ojos y recorrerla sin apuro. La prisa parece ser el modo que elegí para proyectarme sobre su cuerpo y no estoy convencido de los rastros efímeros.
No tengo más. No puedo más. No me queda más.
El círculo del encierro está húmedo y vacío; alguien se ha tragado la llave de mi celda como carcelero inmutable de una prisión perfecta.
Mis ojos siguen cerrados y la veo desnuda. La prisa es, ahora, sólo recuerdo y mis manos aferran una espalda brumosa de caderas inquietas.
No puedo. No tengo. No sé.
Demasiadas precisiones para condenar estos latidos a un simple manojo de pulsaciones.
¿Ella?
Puedo todo, incluso torcer la tarde que se perfila compungida, asistir a la gravedad del círculo con sus declives, roerme hasta aproximarme a lo irreal.
Puedo y quiero llegar al núcleo mismo del idioma, desflecarlo, gemirlo, acoplarlo, inventarme una textura con papeles de colores y mimetizarme con la corteza del agua.
El con su atmósfera enroscándose en mi cadera lustra cadáveres y estambres.
Siento desatar el hilo que ata la máscara que habita, el insomnio que atormenta sus hendiduras.
¿Ellos?
Instalados, ahorcados, quebrados, perduran sobre un majal que les hace de nervio.
EL
Me acuso, me deshago, me descamo. El bálsamo de una fragua persistente no aparece donde lo espero y me resigno. Y me desvanezco.
Dejo que mis ojos cerrados, otra vez, apaguen la luz del mundo: en este instante de primeras intenciones, la rueda del reloj suena a trenes que se alejan y presiento que no me quedan nuevos andenes donde embarcar.
Todo el tiempo se vuelve un tiempo conocido. Probablemente son algunos olores que me recuerdan abrazos prohibidos mientras una lluvia pasajera me aguarda en cualquier esquina.
No sé.
No sé si lo quiero saber.
ELLA
Tengo infinitas lunas prestadas, todas; junto con las puntas de los dedos las enaguas cansadas de la noche. Ahora mis uñas son alambres que lamen las patas de los pájaros. Los nidos, como si fueran la última estación de un camino imprevisible, esperan mi trepada nocturna.
ELLOS
Sin palabras. A ojos cerrados.
Sin voz. A silencio puro.
Sin ropas. A sexo vivo.
Curvas obligadas del tiempo. Cosechas tardías antes que se agusane la piel.
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