Lunes, 13 de febrero de 2006 | Hoy
Por Sonia Catela *
El gotero comienza a fluir por el embudo de su entrepierna, (sangre), Celina da una vuelta en redondo, otra, puntea la alfombra con lunares rojos "¿Qué hacés?" reprocha Pablo clavado ante el televisor (Ñuls/Central, nada menos), ella marcha en círculos lentos; si se detiene, la hemorragia se volverá mancha, la mancha se ensanchará, vaciándola. Fluye Celina hacia afuera, se desagua sin preaviso de ninguna naturaleza, como todo lo que pasa en este país inflaciones, guerras, revoluciones, cambios de moneda, cambios de todas las reglas de juego. Pero que eso suceda con el propio cuerpo de una. Celina, piernas abiertas, trastabilla: un anzuelo la engancha y la prende a su chorrear incontrolable, hay que rebelarse; cómo.
Y cuando de piernas en "v" se sacude para que Pablo intervenga, "hacé algo, me desangro", Pablo, su amante, titubea: "Qué. Esperá"; su motor interno lo brinca a la calle en lugar del teléfono. "Que espere qué, ¿qué?". A él podría venirle un envión al heroísmo, a la intrepidez, pero el impulso que lo tironea y dirige desde la oscuridad, para pasar enseguida a entablar contienda en la conciencia, es que huya a toda prisa de esa casa, de la mujer y de la sangre de la mujer. "¿Hasta cuándo que espere?"; Celina, vueltas en redondo, machaca el nombre de su ginecólogo y, a manotones, Pablo busca el número correspondiente en la guía, sopapeando su feroz compulsión por desaparecer.
"Dejá de acosarme que marco mal; calmate" protesta. Pero su salto hacia atrás, su espalda que se encoge y se separa de Celina, la retracción de manos y párpados, cierto suspenso fragmentario entre cada uno de sus gestos (como si Pablo se hubiera convertido en una marioneta) manifiestan la misma verdad que dirían un portazo y una huida.
Celina lo detecta. Y mientras chorrea y se pudre como un campo inundado y Pablo disca, una fuerza centrífuga los aparta, un remolino de sentido contrario que rompe el nudo de carne que habían formado. "No te va a pasar nada, controlate" gruñe él, discando, "Morite" mastica ella. Los alcanzan esquirlas de la alianza mutua; ésta explota. "Que lo encontremos en la clínica..., en la de él, el ginecólogo", "¿Y colgás? ¿Para cuándo el remise?". Arriban gestos de sitios a los que no llega la mirada gendarme de lo que uno cree que es uno mismo. A Pablo le revuelven el rostro, le sustraen todo ademán de cariño, le mezquinan una exclamación de pena. "Listo, vamos" dice. Quiere abandonar ese territorio de miedo, irse a un bar, tomar una cerveza helada, charlar de fútbol, desentenderse.
Salen juntos; en la calle ronronea el taxi que los conducirá al sanatorio. Recordando alguna cosa, Pablo retrocede, "un minuto", mete la llave en la cancel, abre la puerta, prende la luz, desaparece en la casa. El taxista clava la nuca en dirección a Pablo, finge concentrar su atención en el hombre que se demora y por supuesto, enciende un cigarrillo.
La hostilidad de la noche y la prisa martillan a Celina contra la nada y a cada martillazo ella echa más y más sangre al mundo. Hasta que Pablo vuelve. Trae un enorme polietileno para que la sangre no ensucie el tapizado del taxi. Para que la clara cubierta de lanilla no resulte manchada por la hemorragia. Pablo extiende cuidadosamente el plástico sobre el asiento y con el sobrante se protege los pantalones. El taxi arranca.
"Como si fuera tan fácil que una mujer se muera de esto, doña". En el policlínico la enfermera la acomoda sobre la camilla quitándole la bombacha, la sanciona, "al hospital caen mujeres después de dos o tres días de hemorragia. Nadie se muere"; tal vez habría que darle el gusto y morirse. La manipula con órdenes estereotipadas: dése vuelta, levante las piernas, bájelas, abra los brazos. Celina gira la cabeza hacia la lámpara; la pintaron con la misma pintura oleosa que a las paredes, las camas, las placas de las perillas de luz, el piso. Se ve ella misma tapada con una capa de esmalte de quedarse ahí. Como a una cosa, no le dejan espacio donde registrar su miedo, desenrollarlo y examinarlo. Las cuerdas, tonos, redobles de su miedo. Los pelos y señales de un miedo que debe doblarse y esconderse como trapos manchados. Y que va a volver, sangre, hemorragia, miedo. Que va a seguir invadiéndola, una gangrena.
Llegan los médicos; le exigen compostura, que se calle, oportunamente habrá respuestas y explicaciones, que los deje trabajar. Que los deje trabajar sobre su cuerpo. Le afeitan el pubis, la untan con un líquido marrón, la embuten en una bata verde. Hacen que desaparezca de su cuerpo cualquier vestigio animal: olor, vello, sensación. La duermen.
Sueña con un pez enorme que aletea, atrapado en una pecera estrecha, de diez centímetros de espesor; coletea el enorme pez, sin poder moverse, lapidado, pez que le duele cada vez que va a ese cyber café de la Avenida de Mayo al 1300. Ha intercedido por él, en vano.
Sueña que entra al cyber, rompe el vidrio de la pecera, toma el pez, lo mete en una bolsa con agua, huye con él. Sueña que va a hacerlo.
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