Jueves, 4 de febrero de 2010 | Hoy
Por Jorge Isaías
Yo todavía era un proyecto, una nadita que recorría lugares íntimos y amplios espacios en mi diario trajín. Y esas andanzas se me aparecían como fantásticas, aún en el magro predio de esa pequeña chacra del sur santafesino, porque tal vez yo no lo supiera, pero en ese lugar preciso se posaba el centro mismo donde respiraba todo el universo.
Sin preocuparme en averiguarlo, iba mientra tanto jugando hacia el amplio monte de frutales con el olor penetrante del limonero, que cuando estaba en flor veía turbar su paz por el acoso viril de los picaflores. Esos mínimos destellos de belleza que hacían opacar el aire con bello plumaje.
Y si yo me paraba bajo ese grupo de paraísos añosos podía mirar hacia el alfalfar y el rastrojo que dividía el camino de la entrada.
Más allá mi memoria retiene el camino ancho de tierra que cruzaban sin cesar los rápidos cuises, ese camino provincial paralelo a las vías que iban conectando los pueblos como un denso hilo cansado que engarzaba casi sin querer todos los sueños y más de un aburrimiento. Era el camino que llamábamos ?a Beravebú?, nuestra localidad más cercana si íbamos hacia el este, es decir adentrándonos casi hasta la provincia de Córdoba. Y hasta allí se podía ir de muchas maneras, pero la más aventurera de todas se producía con el "trencito de las dos de la tarde", que irrumpía haciéndose notar por su pito estridente. Ese trencito que con su bufido aventaba sombreros, papeles y pájaros.
Recuerdo aún claramente ese pitar que atravesaba en dos la siesta y emergía entre alfalfares con una andar de gusano pachorriento y un olor a madera recién lustrada. "El trencito" le decíamos para distinguirlo del otro muy largo y de estribos muy altos, que tenía su negra locomotora echando fuego por los cuatro costados y sus hombres paleando el carbón con ademanes pausados.
El trencito en cambio funcionaba a diesel y su máquina era amarilla con bandas rojas "como la bandera de España", decía don Miguel Balagué al verlo pasar desde la estación donde él mismo echaba humo, pero un humo más humilde con su pipa viejísima. "Esa sí que es una bandera", repetía sin cesar soñando tal vez con sus nunca más vistas tierras de la imposible ya y lejana Cataluña.
Las vacas lo miraban pasar con sus ojos tan tristes y las mariposas lo chocaban con la misma facilidad con que lo evitaban los pájaros. "El trencito", que trabajosamente atravesaba distancias, era una nota distintiva en la soledad de la pampa.
Y si yo me quedo mirando -absorto el camino, tal vez puedo ver una polvareda producida por algún auto perdido que iba hacia el pueblo, pero en ese tiempo eran más frecuentes lo sulkies con su trotador caballito.
Y si yo me pienso en aquel tiempo -el mejor de mi vida diría Pedroni veo todo más lento y más dulce. No había urgencias y todo se cumplía por ciclos. Para los grandes estaban los muchas veces imprevisibles que en sí traían las necesarias cosechas (sequías, diluvios, granizos). Para nosotros era único y se prolongaba de marzo a noviembre: la escuela con su no tan blanco guardapolvo y su palmeta didáctica.
La memoria me viene entonces de aquel remoto, dúctil, previsible y postergado mundo de los grandes que a veces nos protegían aunque nos vetaran de todas las reuniones donde aparecíamos a meter la nariz preguntona.
Y de esa memoria viene a los tumbos algún mediodía donde un gran cordero se asaba en la paciencia rojiza de las múltiples brasas.
El "Nando" ayudado por mi padre iría arrimándolas bajo la larga parrilla con su chapa de cinc puesta encima. Esa chapa que cubría la carne grasosa y allí sí, se iba asando la exquisitez prometida
Los hombres rodeaban ese gran cordero tal vez en un acto que parecía el gesto ritual de una tribu y la tal vez algo de eso hubiera en esos gestos que iban transparentando ciertas euforia por la prometida comida, el vino, la charla amistosa. Alrededor de las brasas donde sólo se reunían los hombres. Allí menudeaban los gestos, pasándose la botella de transparente ginebra o el mate hermanador y sociable.
Superpuesta a esa imagen veo pasar nubes altas y la última golondrina que se fugaba sin cesar del otoño. Y el sol tratando de filtrar su buril luminoso a través de las hojas de todos los árboles -acacias, pinos, paraísos, plátanos y fresnos de hojitas dentadas .
¿Y de qué hablaban los hombres mientras el asado se iba haciendo con todo el lento tiempo de entonces? Presumo que de cosechas, caballos y alguna vez de política. Y aquí era donde tal vez el tono de las voces subiera un poco y obligara al dueño de casa a poner paños fríos, legitimado por su condición de anfitrión y por la tradición que exigía "respetar casa ajena". Entonces era raro "que la sangre llegara al río".
En estas reuniones uno era apenas permitido como un mero aprendiz o un testigo sin voz ni voto y donde estaba más que nada para los mandados. Por ejemplo ir reponiendo blancos marlos para las brasas previa recolección en el pequeño canasto de boca redonda, ese inevitable canastito de mimbre trenzado que no faltaba en las chacras. El canastito que se usaba también para llenarlo de mazorcas con destino seguro del chiquero repleto de piaras que hozaban hambrientas.
Hay muchas cosas inextricables que no nos dejan perder la memoria.
Y la memoria nos dice que alguna vez un poquito de dicha se posó en nuestro ajetreado corazón, y que esto pasó hace ya tiempo, en un punto perdido de la pampa del sur santafesino y ese tiempo no vuelve aunque de él yo quisiera acordarme.
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