Jueves, 1 de abril de 2010 | Hoy
Por Jorge Isaías
Para los lectores de libros, para los felices amantes de una biblioteca, para los felices poseedores de una, mis conmilitones, van estas palabras. Empecé a leer en la escuela primaria, la desaparecida Nº 156 Provincia de Salta, de tantos gratos recuerdos.
Allí en una pequeña habitación rectangular funcionaba una biblioteca mínima, y en mi pasaje por los últimos grados me hice habitué. Mi condición de alumno me habilitaba para usar de sus acotados volúmenes. En mi casa no había libros ni había como ni con qué comprarlos.
Al terminar mi cursado de primaria ya había dado cuenta de todos los libros existentes. Intenté tomar prestados algunos en la magra biblioteca del ?Sindicato de Obreros Rurales? donde mi padre estaba afiliado, pero los libros eran de un excesivo anarquismo imposible de entender en esos años o eran de economía o de política o de filosofía. Don Ramón Fernández habitante ocasional y esporádico de la vieja casona donde funcionaba dicho Sindicato me alcanzó algunos libros de Emilio Zola que me perturbaron hondamente. Opté entonces por acudir a la biblioteca Belgrano, que funcionaba (y funciona) en las instalaciones de mi Club, el Huracán.
Recuerdo todavía el ligero temblor que me acompañó cuando traspasé esa puerta y no lo sabía, pero ese día me estaba jugando una vocación y un destino.
Allí estaba la bibliotecaria de entonces, doña Julia García de Baud Naly. Impecable, atildada, sobre todo solícita y sensible. ¡Cuántas cosas enseñó a ese adolescente, ingenuo de entonces, esta mujer tan buena y atenta!
Durante un par de años todos los atardeceres, luego de mis ocasionales y alimentarios trabajos me apersonaba y conversaba sobre libros, compartía (es un decir) comentarios de mis últimas lecturas que me eran sugeridas entusiastamente por ella.
A doña Julia mostré con no poco pudor mis primeros pecados literarios, fruto de un dictado misterioso que se me producía en la cabeza y que hoy atribuyo a mis entusiastas lecturas de entonces.
Nunca terminaré de agradecer a esa señora que -según mi amigo Omar Spizzo era de una familia de músicos, porteña, y que el inefable Enrique Baud Naly, o simplemente "el Flaco Naly" se la trajo como esposa flamante de sus andanzas por Buenos Aires.
Para la época de mi relato, él ya la había abandonado por una de sus alumnas de teatro, adolescente y bella muchacha. Al parecer, según comentarios circulantes, la romántica fuga había sido realizada por medio de una moto. Noticias posteriores hicieron a la pareja residir en la lejana provincia de Catamarca donde el "Flaco Naly" luego de muchos años, falleció. Curiosamente doña Julia no me hablaba de él sino con admiración y con evidente amor que a mis escasos años inexpertos no escapaba. También me contó que una hija de ambos había muerto a los tres años. ¿Qué hizo que esta mujer viviera en ese pueblo donde salvo algunos pocos amigos, no tenía a nadie? Todos la querían porque era muy servicial y colaboradora en los preparativos para adornar el salón del Club en los días de bailes, ayudada por las niñas y jóvenes que eran sus alumnas de dibujo a quien daba clases gratis en las tardes en que iba a la biblioteca. Ella se quedó a cuidar a los viejecitos que habían criado al "Flaco" ya que lo habían adoptado huérfano. Eran éstos una pareja de itálicos, don Juan Luchini y su esposa. Don Juan fue el más eximio matricero y tornero de toda la comarca y trabajó hasta pasar largamente los ochenta años en la "Casa Sáenz de Arregui Hermanos y Cía". Lo recuerdo como un viejito muy chinchudo pero era un lujo verlo trabajar con paciente y prolija pasión sobre sus fierros.
Cuando comencé a ganar mis pesitos fui transformando en libros algunas monedas. Aún recuerdo mis dos primeras adquisiciones en el "Bazar y Librería La Primitiva", de don José Bessone: una edición juvenil del Quijote y una bella edición de Eudeba Diez cuentistas y diez pintores. Allí estaban por primera vez ante mis ojos los textos de Arlt, Borges, Mateo Booz, Barleta, Cancela y los dibujos de Berni, Castagnino, Basaldúa, en una inmensa y colorida edición que conservo descalabrada en el fondo de algún cajón.
Luego compré por cincuenta pesos a mi amigo Valentín Prámparo una edición de Claridad, la octava, de 1950, del libro Por quien doblan las Campanas, del gran Ernest Hemingway. Como estaba en malas condiciones, estando aquí, años después lo hice encuadernar a instancias de mi amigo el poeta Rubén Sevlever que me presentó a un encuadernador.
Poco antes de venirme a Rosario, por mediación del director de escuela y amigo querido, Alfredo Ghiselli, compré en cuotas la segunda edición de las obras completas de Neruda, segunda edición, papel biblia, de Losada, más de mil páginas, 1962.
Cada viaje que hacía lo llevaba conmigo en mi primer tiempo aquí. Uno de los hermanos Novillo, quién solía estar en esos sábados melancólicos en la estación de trenes, ya pasados unos meses, tal vez, me preguntó extrañado: ¿Isaías, todavía no terminaste de leer ese libro tan gordo?
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