Jueves, 8 de abril de 2010 | Hoy
Por Luciano Trangoni
El viejo Elías ha muerto durante la noche o la madrugada del martes 30 de marzo, en su propia cama, mientras dormía, sin necesidad de orinar las sábanas de un hospital. Así se fue: sin chistar, tal como vivió, pensaría más tarde Laura, su única hija, al enterarse.
Elías no llegó a cumplir los setenta años, cuando la noticia de los periodistas despedidos en LT3 y LT8 lo derrumbó. Comenzó con un mareo, luego aparecieron las palpitaciones, la presión, y esto y lo otro, y hasta mañana y cuidate. En fin, ahí lo tenemos hoy al viejo Elías, recostado, las manos cruzadas sobre el pecho, más delgado y pálido que nunca.
En la sala mortuoria, de pie, ataúd de por medio, se encuentran Laura y su marido. Ella lleva el pelo recogido y usa gafas oscuras para ocultar la hinchazón de su ojo derecho.
-No sé qué hacés acá -dice ella-, debería darte vergüenza.
-Laura, no empieces...
-Ya lo tengo decidido.
-¿Qué cosa?
En la pequeña sala aparece un viejito que viste un traje gastado pero muy bien cuidado. Camina lentamente, midiendo con respeto la distancia que lo separa de aquella pareja que susurra sobre el cuerpo de Elías.
-Buenas tardes -dice, y dibuja líneas en el aire, trazando una cruz que nadie advierte.
-Buenas tardes -le responden ellos al unísono.
Luego quedan los tres en silencio.
Laura contempla el rostro lívido de su padre. Sabe que aquella es la última barba blanca verá en su rostro, y cree descubrir en él una mueca de felicidad, pero, aún así, no se atreve a acariciarlo. Teme que la fría rugosidad de su piel le transmita una epidemia de insomnio y fatalidad. Siente un fulgor de cobardía y a través de los cristales de sus anteojos deja caer dos lágrimas perfectas que le obligan a buscar un pañuelo en la cartera para limpiarse la nariz.
El marido de Laura balancea su cuerpo sin levantar los pies del suelo, y mira al viejito como quien acaba de encontrar al amigo perdido.
-No quiero un hijo tuyo -murmura ella-. Ya lo tengo decidido.
-Laura, por favor... -susurra él.
-Con Elías cruzábamos el Paraná en un bote que yo tenía -dice el viejito-. De Central salíamos. ¡Y cómo remaba Elías! Casi siempre remaba él. Le gustaba sentir el aire del río en la venas, eso decía. El aire en las venas, fijate vos...
-Qué bien -dice el marido de Laura, y le ofrece su mejor sonrisa, como si con ella quisiera decirle: ¡Continúe! ¡Continúe, por favor, con su relato!
-Si no te vas de casa esta misma tarde, voy a denunciarte a la comisaría -murmura Laura, sin quitar la mirada del traje negro de su padre.
-A Elías lo conocí hace muchos años -dice el viejito-, durante una cena que organizó, en su casa, una amiga en común. En aquel entonces él llevaba publicados tres o cuatro libros de poesía, y yo, ansioso por conocer a un poeta en carne propia, le manifesté la urgencia que sentía por leer alguno de sus libros, cuando él me miró gravemente y dijo: no creas que va a ser gratis. Nunca lo creí, dije yo inmediatamente, avergonzado, herido en mi orgullo, rogando que me trague la tierra. Estoy dispuesto a pagar lo que sea necesario, agregué. Cuánto cree que... Y Elías no me dejó acabar la frase. Una botella de whisky, dijo con una sonrisa. Una botella de whisky por cada libro, así trabajo yo... ¿Qué me contás?
El marido de Laura sacude la cabeza y arruga la boca, pero no sabe qué decir y se cruza de brazos frente al muerto.
-Borracho de mierda -le dice ella-, no me vas a tocar un pelo nunca más.
-Basta, Laura. Callate que hay gente -susurra él.
-Elías nos hizo leer a Hemingway por primera vez -continúa el viejito-. Para él la cancha de Central era la plaza de toros, y las costas de Cuba, su Paraná. Todo un aventurero ¿eh?
-Ya lo creo.
El silencio los invade nuevamente y sólo se oye el murmullo de familiares y amigos en la sala contigua.
-¿Ustedes también son periodistas? -pregunta de pronto el viejito.
-No -dice el marido de Laura, y hace un ademán con su mano izquierda como si pidiera permiso para hacer uso de la palabra, pero el viejito desaparece.
-Voy a hacerme un aborto -dice ella.
-Te dije mil veces que no, Laura. Que el pibe es mío...
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