Jueves, 23 de febrero de 2006 | Hoy
Por Patricio Raffo, Fabricio Simeoni y Federico Tinivella *
"...a matar al hada que me quita el sueño, voy a apuñalarla, es lo que quiero...".
Coki Debernardi
UNO
Cavar fosas de luz en el centro exacto de las sombras. Clavar astillas de miel en los ojos: urdir dulcemente la disección de los recuerdos. Someter unciones a los puntos inexactos, secuenciar el estertor en la vista, en lo mirado detrás de los espejos. Despejar lo que embista sin asco ni medida; lo que queda en los ladrillitos tiroteados. Y esas paredes vencidas, el aliento a cal o a huella blanca, la rústica intolerancia del tiempo, no pueden erguir el vacío de las casas. La ausencia intolerable redobla lo que falta con insistencia mientras el hambre arrasa con las ceremonias olvidadas.
DOS
¿Y si esperara al albañil colgarse de un hueso tibio, descascarar el atardecer, mateando en la azotea? ¿Y si esperara al albañil capaz de reparar el daño, la grieta, esta soledad? Y decirle que más tarde, que pase más tarde, que aún deseo conservar la pena, la osadía del dolor dentro de mí.
TRES
Y sentarse al teléfono sería razonable. Sentarse al teléfono a regar el jardín, que crezcan de una vez los rótulos de pie de página que te escribía, que sean las ramificaciones de un vientre batido, como esos pájaros que se alejan, incendiando la costura de otro cuerpo.
CUATRO
En ocasiones siento la mata de tu entrepierna merodeando mis placeres, agrietando aún más la casa, doblegando los nardos, carcomiendo el gozo en el silencio. En ocasiones siento el ruido de las máquinas mutilando el deseo, como estancadas en su naturaleza virtual, la impronta del dolor en las pupilas llenas de techos estacados. En ocasiones siento el movimiento de tu espalda. Las huellas que en tu espalda intentaba descifrar bajo la mirada oliva de la tormenta. Recuerdo, ahora, la grafía inocente que una mujer invisible dejaba en la mesa secundaria. Imaginaba, al responderte, te imaginaba. Éramos niños jugando a descubrirnos, las palabras a la mesa, la espera. Yo escribía cosas estúpidas, vos a la tarde le agregabas dignidad a mi miseria literaria. Ahora busco, en la soledad de los trenes, algunos disparos de esa inocencia arrodillada a orilla de párpados incendiados, mirando todo con la frescura del verde, con la sabiduría de la piel en los tatuajes.
CINCO
Ya no somos niños. Unto con tinta la solapa del encuentro. Me inclino sobre tu espalda para besar aquellos nardos doblegados, lo súbito del traspié, el estallido del instante en la punta de la lengua, lo fugaz, el halo. Inscribo en el vacío de esta casa la precisión de tu gesto en el húmedo sedimento de los cuerpos. Ya no somos esos niños inhóspitos disimulando una secuela viril en la cornisa, manoseando lo que quedaba de la tarde como un pañal desbocado en los bordes, los mismos bordes de ayer. Ya no somos... alguien pudo imaginarnos tal vez, después de la grieta en el techo, como formas inusitadas del sueño, como encinas mordidas por la espera. El envoltorio del hábito pudo olvidar el vértice holgado del patio. Allí, habrá algo más para decir. La caricatura de un balde poroso o la mudez de sus labios.
SEIS
Siento las baldosas frescas del patio contra mi espalda, contra mi desnudez. La pulsión del pavor en el desencuentro pule esta jauría de perros muertos que me carcomen las vísceras. ¿Estarás vos para salvarme de esta savia negra que me inunda las venas?.
Baldear las migas, acercar los huecos al rocío. En la ruta pudriéndose al sol unas flores atadas, que vos arrojaste con la pintura de tu cintura corrida, decías más allá de los helechos y las certidumbres que la mañana nos salvaría, que los anteojos negros debían descansar en las zanjas.
Ahora, cuando el barrio se pone su guante blanco, espero, derritiendo la pintura de una pared descascarada, proyecto imágenes, diapos de un lugar seguro para construir puentes de barro. Sopla la máscara de la tormenta, podemos aferrarnos a los palitos de la ropa, secarnos al sol, ya no como lápidas.
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