Domingo, 16 de mayo de 2010 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Hace algunos días que salí por vez primera después de unas tres semanas de reposo signada por la neumonía y otras yerbas. Me pasaban a buscar. Salí bien abrigadito, bufanda al cuello, y me recosté contra la pared de enfrente. Mediodía de un sol que daba gusto, del cual gocé hasta cierto punto como un lagarto tirado en una roca al sol. Allí, en ese lugar de la cuadra, hay uno de esos basureros bien modernos cuyo aspecto no impide que parezcan lo que son, basureros. Durante esos quince minutos buscaron cosas en el basurero tres grupos diferentes de quienes encuentran en ese basurero algo parecido a un manantial. Como todavía hay gente sensible, había, colgadas en el exterior, dos bolsas de plástico (lástima lo de plástico, pero no queda otro remedio) una con pan y otra con galletitas y algo más que no distinguí bien. Arriba, colocadas en un buen equilibrio tres pares de zapatillas, viejas, claro, pero sin duda todavía con posibilidad de uso.
El primer grupo lo formaban una mujer y creo que sus dos hijas, una llegando a la adolescencia y otra menor. ¿Tienen adolescencia en esos grupos que se deben encontrar debajo de la línea de la pobreza? Así como en algunas sociedades se pasa abruptamente, por necesidad, de la niñez a una forma adelantada de ser adulto, en la nuestra se pasa de la niñez, acogotada por las circunstancias, no a la adultez sino a la "nada".
O quizá debería decir al difícil aprendizaje de sobrevivir. Sí, sobrevivir a la Argentina 2010, la del Bicentenario. Se necesitaría un Discépolo para que nos pintara el cuadro, pero todavía nos alcanza con sus tangos o con aquellos otros que escritos por quienes tenían un ideario anarquista y que fueron prohibidos en el país durante distintos períodos de nuestra historia. El poder en la Argentina, desde que recuerdo, es proclive a las prohibiciones, a la censura. Flaubert decía que el poder es por esencia estúpido. Eso de las prohibiciones es parte esencial de la misma.
Pero no le pongamos música de tango a esta escena callejera de quince minutos. Dejemos que ella sea la que le ponga su propia música. Nadie puede escribir la música de los que pasan "sobreviviendo", no saben escribir. Por otra parte, más de cincuenta años de estar en este oficio me hizo pensar qué, cuando lo empecé, hacia 1958, la situación era parecida y no ha cambiado.
El primer grupo, el de las tres mujercitas, se sacaron una de las bolsas, la de pan, y dos se probaron las zapatillas viejas. Sí, se las probaron, y como no las quedaban bien, o eran muy grandes o acaso muy pequeñas, las volvieron a colocar con toda prolijidad sobre el volquete, creo que así se llaman hoy en día a los tachos de basura. Luego siguieron caminando. Como al lado de donde yo estaba parado hay un vivero, que aún estaba cerrado pero se podían ver sus flores, las dos, menores se quedaron mirándolas, señalando con el dedo esta o aquella flor. Hasta que la madre, les apuró el paso.
El segundo grupo, si dos personas forman un grupo, eran dos hombres jóvenes, pero en ciertos casos la edad es difícil de precisar. Dos hombres que siguieron la misma conducta de las mujeres que habían pasado antes, tan poco antes. Se probaron las zapatillas, se llevaron dos pares, uno puesto y el otro lo pusieron en un paquete que llevaban con ellos.
El tercer grupo no era tal, era un hombre solo, curtido al sol, con un chambergo tapándole los ojos, de caminar lento, cansado. Las zapatillas las dejó. Abrió el tacho de basura último modelo, miró, reviso, sacó algo y se lo comió. ¿Qué era? Lo ignoro. Pero tenía que comer algo, la necesidad compulsiva de comer algo y lo comió. Después se quedó mirando por encima o por el costado del tacho de basura, mirando ¿de qué manera? No había resentimiento en su mirada, acaso tristeza, miraba hacia la confitería de la esquina donde se podía ver a los parroquianos tomando un café con leche y medialunas, dulces o saladas, vaya a saber. Después pasó cerca mío y sonrió. Por ahora no puedo fumar, pero llevo el paquete de cigarrillos en el bolsillo (en estos días he dejado de lado los cigarros y la pipa) y entonces le ofrecí un pucho. Lo aceptó, se lo encendí, dijo gracias quedamente y agregó "tomando sol como una salamandra". Si hubiera dicha iguana o lagarto, no hubiera pasado nada, pero salamandra hizo que la cabeza comenzara a pensar y comencé a sentirme como culpable de su situación.
¿Soy culpable de esa situación? Pues claro que sí, yo y unos cuantos más ¿un millón de culpables? ¿Dos millones? No importa, lo que tengo seguridad es que los gobiernos de la República (esto que tenemos es una República ¿no?) no han sentido culpa digamos desde hace unos ochenta años, ni ellos ni todos aquellos que tienen una obscena necesidad de acumular dinero. Tal vez los gobiernos deben creer que aquellos que nada tienen son unos privilegiados y los que tienen los bolsillos repletos de dinero suponen que son esos los responsables de muchos atropellos, de la inseguridad, de la drogadicción, de no pagar impuestos, de todo lo que pueda apuntarse en su contra.
Entonces, ya había observado que pasaban a buscarme, comencé a dejar que en mi cerebro, si es que lo usamos para algo, comenzara a dibujar en la memoria una enumeración caótica de las veces que, desde que comencé este oficio, he leído, he visto documentales, films, libros, todo lo que uno quiera señalando esa situación de absoluta injusticia que nos agobia. No a nosotros, al mundo entero. ¿Hay alguna necesidad de señalar situaciones terribles? Los verdaderos responsables de todo eso que pasa de manera siniestra lo saben bien porque son los que la provocan.
Si yo me siento culpable por mis lujos, bueno es mencionarlos para que se comprenda esa culpa: Soy jubilado, cobro una jubilación discreta, la que cobra un periodista jubilado, tengo una muy buena cantidad de libros y una buena cantidad de discos, un televisor, una computadora que me compré hace unos seis meses para poder hacer una publicación que se ofrece gratuitamente, como a los 74 años tengo de todo un poco, mi dieta alimenticia tiene "lujos" cuando la trasgredo y como lo que no debo comer. Es cierto, el verdadero lujo del cual no me arrepiento es que nunca me ha faltado el amor, tal vez yo no he estado a la altura del amor que se me ha ofrecido y se me ofrece y he hecho disparates de todo tipo.
Si yo me siento culpable de lo que cuento ¿cómo es posible que muchos que conozco viven como viven y no sienten el menor resquemor por lo que ocurre?. Tal vez porque les viene muy bien que eso ocurra. Mientras esos quince minutos ocurrían (y ocurren más a menudo de lo que no puede creer) recordé que alguien o algunos parecen inclinados a una especie de revisionismo humorístico de la historia argentina. Se nombra, como ejemplo, a Swift, claro que la distancia entre una cosa y otra es inmensa. Todos han hecho humor con el cosas abominables, con personajes viles, pero el talento y la forma de hacerlo guarda una distancia entre querer hacer eso y no poder y el talento, por ejemplo, de alguien como Chaplin.
No ignoro que todo puede tomarse con humor, pero aún tratándose de un humor corrosivo, tiene que serlo pero de buena ley y con una intención clarificadora, no que confunda. Yo cuento quince minutos de una escena callejera y de ninguna manera intento hacer con ellos un melodrama. Pero al mismo tiempo me cuesta mucho ver el lado cómico de esa escena. ¿Cuál es el lado cómico del fusilamiento de Dorrego? ¿Del envío a la muerte de Moreno? De las atrocidades de la Semana Trágica, de todo eso que parece increíble que haya pasado en la Patagonia, de lo que pasaba en la Forestal, de los fusilamientos de quienes hicieron el intento que con tanta lucidez pinta Rodolfo Walsh en Operación Masacre, del asesinato de Ingalinella, de Aramburu, de los crímenes cometidos por la Triple A, los del Proceso y de muchas más cosas ¿Cuál es el lado cómico que tienen?
Hay una tendencia a lo tenebroso que nos hace mucho daño y permite, sin duda, que en una escena callejera de quince minutos, pintada por un viejo cronista ocurra y seguirá ocurriendo hasta que no pongamos las cosas en el lugar que corresponda. Y no es la mejor manera contar la historia con una presunta irreverencia, pero con mucho talento, como el que tenía Fontanarrosa, de otra manera se cae en la simple y peligrosa estupidez.
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