Viernes, 28 de mayo de 2010 | Hoy
Por Víctor Zenobi
Se sentaba en el primer asiento. No hablaba con nadie y lo cierto es que los algunos de siempre, lo intimidaban aún más con sus burlas y con bromas que no eran tales. Pese a que era el tercer día que daba clase en la escuela, les advertí que no iba a tolerar ese comportamiento. La advertencia fue eficaz pero no suficiente para que Juan hablase o respondiese a cualquier propuesta que hiciese. Yo daba por sentado que ni siquiera escuchaba. Un día le pregunté (lo que nunca había hecho con él) por un tema: si no le parecía sugestivo que los hijos de Martín Fierro y del sargento Cruz no declarasen sus nombres, pero se sonrojó y apenas, a duras penas, pudo balbucear una o dos palabras. Por supuesto, no insistí, ya que al preguntar por él, mis colegas confirmaron que lo dejaban transcurrir en esa especie de sonambulismo insomne. Yo decidí hacer lo mismo, pero hacer lo mismo no es precisamente lo mío, así que di vueltas y vueltas sobre el tema, hasta que a los días, el primer banco estaba vacío y Juan no volvió. Pregunté si sabían el motivo, pero lo ignoraban, sólo que un chico más abandonaba la escuela. Las llamadas de las preceptoras a la casa confirmaron que ya no vendría.
Como suele ocurrir con casi todo en la vida, este era un tema más que entraba en la evanescente región del olvido. Sé que duele y que nuestra cultura nos enseña por todos los medios a olvidar el dolor; lo cual muchas veces es necesario y también paradójico. Pero lo cierto es que nunca quise resistirme demasiado a lo que impone mi época, digamos a los lazos sociales que convoca y los vínculos que establece; por supuesto, no a los que me parecen aberrantes. Mi vida de costumbre siguió, tal vez un poco ruidosamente, como si no hubiera otra manera de entenderse, pero dos años más tarde, una alumna, ya no recuerdo en qué circunstancias de la clase, me comentó que su madre trabajaba de mucama en el psiquiátrico provincial y que un sábado, en que ella había ido a ayudarla, había visto a Juan internado y había intercambiado unas palabras con él. Estaba bajo el efecto de psicotrópicos y parecía estar bien.
Como era lógico para mí, en ese momento, acepté una especie de alivio para ese reproche incesante de la conciencia, que murmura acerca del malestar en el mundo. Lo que concernía a Juan escapaba de mis manos, mejor dicho, ya escapaba en el momento en que concurría a la escuela, salvo que algo me seguía molestando. Algo de mí mismo, algo sumergido en la remota bruma de lo inconsciente, algo que condescendía a la desidia, no sé. Lo que si sé, es que un tiempo después, yo estaba en un bar en la esquina de la escuela y vi, a través de la ventana a Juan, que me miraba sin atreverse a entrar. Cuando mi ocasional compañera se fue, entró y me saludó. Lo invité a tomar algo y con su inhibición habitual me preguntó, casi a boca de jarro: "¿Usted es creyente?". Le respondí que no, pero le pregunté por qué me hacía esa pregunta. Me dijo: "Usted dijo que una palabra podía curar". Tratando de mantener mi compostura agregué que "si una palabra podía herir, también podía curarse", lo dije con un nudo que me aparecía como tantos otros en el pasadizo estrecho de mi vida. Se lo dije, sintiendo las veces que había olvidado, que olvidaba mi decir, tras la banalidad de los actos cotidianos, incluso absurdos, que me implicaban. Por supuesto, insistí en que Juan me buscase toda vez que lo necesitase; así pude enterarme del drama que lo aquejaba, el nudo de su constante nostalgia: Su padre se había marchado hacía muchos años y él se había enterado que vivía en Buenos Aires y que tenía otra familia. Quería visitarlo pero temía el rechazo. Le aconsejé que no cesase en su empeño; que en todo caso, dejara que el posible rechazo fuese declarado por su padre y no que estuviese dado de antemano por él. "Si te rechaza, dije, que te lo diga de frente. Si lo hace, esa noche seguramente no podrá dormir". Me miró como si me interrogara sin palabras. "¿Y yo, podré dormir...?". No me bastó decirle que él, al menos, confirmaría algo que ya le impedía dormir. Que es preferible aceptar una verdad que vivir con la duda. Que la verdad posibilita un duelo.
Lo cierto es que mientras lo decía yo sentía la empatía de la duda, yo dudaba de lo que decía y aún más del efecto que produciría. Yo que vivía en contradicción con muchas de mis convicciones. Aún cuando pregonaba que en la vida la contradicción es inevitable y necesaria y quizá hasta deseable.
Unos días o semanas más tardes, Juan me comentó que se iría de la ciudad hacia el norte. Que dejaba su casa y su familia para emprender un viaje sin destino prefijado. La causa era que no lograba de parte de su abuelo paterno, saber la dirección de su padre y esa negación le resultaba terminante. Le pregunté si quería que yo intentase lo que él no lograba y me dijo que no. No pude disuadirlo de su viaje y no supe más de él.
Hace unos días, en una de las clases y a instancias de un relato de Sacomanno que los chicos discutieron en clase, volví a ser el confidente de un relato brutal de una niña que se obstina en un silencio receloso. En su caso parece haber aceptado la saña y la brutalidad del destino que le ha tocado y a pesar de heridas, que son imposibles de borrar. No me pidió ayuda ni siquiera un consejo, sólo quiso que la escuchase, que fuese un testigo. Lo sé, porque unos días después, propuse a la clase que dijesen, que era a lo que más le temían y ella dijo: al olvido. En ese momento, volví a acordarme de Juan.
Ahora miro el calendario que tiene una vida tan independiente, tan misteriosa y una relación tan especial conmigo que me cuesta entenderlo, aunque me percato que comienza a apartarse de mí y torna mi universo extraño. Tantos seres a mi alrededor, algunos tan cerca y sin embargo, en el epicentro de mi intimidad, el desconcierto al borde del colapso. No sé, tal vez hemos sido arrojados a fuerzas que nos sobrepasan, que quizá sean demasiado para nosotros. La luz de mi lámpara se agota y cierro mi libro, sin dejar de creer que releer continuamente me permite corregir el borrador de mi vida, que a veces siento como fruto de un error irreparable. Pero otras veces, me parece rescatar la historia de los chicos, de mis chicos, antes de que se pierda en la región oscura donde muere el recuerdo.
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