Jueves, 19 de agosto de 2010 | Hoy
Por Jorge Isaías
A Chajá y a Toto
Una prueba tal vez irrefutable del paso del tiempo quizás lo constituya el hecho de buscar con ahínco restablecer contactos con los amigos más lejanos. Los que permanecen en el limbo de los primeros grados de la escuela primaria y que la dispersión natural de la vida obliga a verdaderos trabajos detectivescos para encontrar un hilo conductor hasta ese niño (o el recuerdo de ese hombre que ya dejó hace rato de ser niño, como uno), que permanece incólume en la memoria, desde entonces.
A algunos se los tragó la vida, sin remedio. Vimos la luz primera, como quien dice, en un lugar mínimo remoto del planeta, fuerza es que en su momento cada uno (o la familia de cada uno) buscara residencia en el lugar donde encontrara trabajo, ya que el pueblo en ese sentido es -por falta de oportunidades y ha sido un gran expulsor de la mejor juventud del pueblo. No es un dato a recalcar aquí porque resulta obvio que las migraciones espontáneas en busca de horizonte, tal vez sugiere a la que obedecen a otros motivos (persecuciones políticas, guerras o fenómenos naturales). La migración laboral es constante, minuciosa y se produce de forma espontánea, como aquel hormiguero que sigue a su reina de a una en fila detrás de las ramitas verdes que serán su alimento. ¿Y qué decir de "esas primeras veces" a las que alude Pavese? Esas experiencias primeras donde el fogonazo de la experiencia en una película virgen marca aquella matriz de un golpe y para siempre.
Me he jactado siempre de unir antes que separar voluntades alentando la discordia, de ser altamente fiel con los amigos, aún a costa de dejar pasar cuestiones políticas, hasta donde ello es posible. Algunos me lo agradecieron, muchos otros no.
A mí tal vez me baste reencontrarme con un amigo de primaria y buscar con ese hilo débil la anécdota niña que nos ha hermanado desde entonces. La fruta que robamos a riesgo del castigo y aún con el castigo a cuestas tomarlo como un signo de hermandad.
Tal el caso de Miguel Correa, a quien llamamos Chajá sin saber hasta hoy quién se puede atribuir la paternidad de tal apodo.
Lo cierto es que yo no puedo pensar un día de mis primeros doce años de vida sin verlo a él, a Miguel, Chajá y al Toto Míguez, al lado. Corriendo luego de robar una fruta, o pescando, jugando empecinadamente "a la pelota" como llamábamos primitivamente al juego de fútbol, cascoteando sapos bajo la lamparita débil en la esquina que llamamos "del Cholo" porque a metros de allí estaba el almacén "de ramos generales" de Rogelio Belluschi y dueño de ese apodo.
Con Chajá nos hemos visto dos veces en cuarenta y cinco años, que son los de nuestra partida del pueblo, él a Lanús y yo a Rosario. Hace tres años me buscó y desde entonces nos hemos visto una vez más en el mes de abril de este año. Y cuando estoy con él todo fluye con la naturalidad del tiempo niño, como cuando nos canjeábamos las revistas de historietas, bajo los ligustros de don Angel Pichichello. La fluidez es tan natural como cuando nos separábamos en la esquina al salir de a escuela, para vernos un rato después de almorzar, para emprenderla otra vez con las numerosas travesuras.
Con el Toto es distinto porque es el único que se quedó en el pueblo y podemos seguir compartiendo cosas. Un café en el Club, un asado, o un paseo al campo como el de este último verano que fuimos hasta el Establecimiento de los Bianco, donde viven el primo de Chiche, su mujer, es decir, Miguelito Bianco y Liliana, su esposa, en la chacra familiar que es un dechado de confort, como si vivieran en plena ciudad. Me asombró esa chacra modelo ya que mi recuerdos arriman casas precarias, falta de mínimas comodidades donde todo el sufrimiento tiene dónde asentarse. Allí, el Toto, silencioso y diestro iba asando bajo la "cruz del sur" una deliciosa carne como hacía rato no comía y al conjuro de los grillos chillones, las luciérnagas ciegas mientras a lo lejos titubeaban las luces de los pueblos vecinos y por una estribación extraña de un monte ocultador, el único pueblo del cual no se veían las luces era el nuestro.
Y volviendo a Miguel, es decir el inefable Chajá de la infancia, quiero decir que lo veo corriendo junto a mí en aquella noche en que un acto de arrojo heroico e irresponsable nos incitó a robarle los duraznos al Turco Alé, de memoria triste y altiva -esquivando las municiones de su escopeta que destruía las hojas de los árboles y la mismísima noche serena se quebraba bajo aquellos estampidos como el cuero seco de una vejiga de vaca reventando bajo el sol.
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