Martes, 31 de agosto de 2010 | Hoy
Por Víctor Zenobi
Todo comenzó con una frase del cabezón: "Mis viejos se mudan y alquilan la casa. Que te parece si ponemos una pensión". La idea era buena salvo que el cabezón se equivocaba de socio. Soy un desastre para los negocios; por supuesto, lo que nos impulsaba era la amistad intensa que sentíamos y que ahora es una brisa de nostalgia. Comenzaba el año 76 y aunque parezca increíble todo nos resultaba bien, compramos algunos muebles, arreglamos las habitaciones, ultimábamos detalles.
Distinto era el caso de mi cuñada y su marido, militantes activos de facciones ideológicas en boga, que estaban en la clandestinidad. En los momentos más graves de las rasias represivas, solían pernoctar en mi casa, pero un día penetraron en la de ellos y de milagro pudieron escapar. Perdimos el contacto a causa de algunos obstáculos que sería demasiado complicado detallar. Con la obsesión de localizarlos, reiteré una angustiosa pregunta que sería un dístico en la desesperanza de los días venideros: ¿dónde están? ¿Dónde están? Por supuesto, sin obtener respuestas.
Para ese entonces, el hermano del cabezón, que militaba políticamente, nos pidió que empleáramos a una pareja que venía de La Plata. Intuitivamente supe que el pedido no era inocente, pero no me molestaba. Luís sabía de carpintería y lo tomamos para hacer algunos arreglos, que le pagábamos no cobrándole alquiler. Una tarde, yo dije: "Soy anarquista", y él, en voz muy baja, como si no estuviéramos solos, agregó: "Yo fui activista en La Plata". No dijo más. Sentimos que nacía una simpatía anteriormente insospechada. De todos modos, su infidencia era riesgosa, ya que vivíamos en un mundo cercado, que comenzaba a deslizarse lleno de trampas. Todo progresivamente se enrarecía y aunque yo discurría en la idea de un devenir indiferente, lo grave era que la gente desaparecía.
La muerte, interpuesta por miles de imágenes, no aparecía ante mí, más que como un misterio en la frase de un libro, pero hay momentos diseminados en múltiples circunstancias que complican las cosas; momentos descabellados que parecen increíbles dada la insólita conexión de sus partes. Primero fue el cabo Aberra que alquiló la parte del fondo de la pensión, porque el cabezón, que jugaba en uno de los clubes de la ciudad, estaba haciendo la colimba y necesitaba permisos para ir a los entrenamientos. Obviamente no opuse reparos, yo divagaba en los sueños de Falstaff, de Meursault y de Dahlmann, mi ingerencia en los hechos no obstaculizaba la impudicia de sangre, asesinato y absurdidad que mueve al mundo. Así que, allí estaban: Luis, el subversivo, y el cabo Aberra, representante del Ejército, que por un golpe de estado ocupaba el poder. El subversivo y el militar, comiendo juntos, celebrando los partidos del fútbol en el televisor que compartían, disfrutando en familia los domingos.
Cierta tendencia a minimizar los hechos terribles puede inferir que exagero. Nada de eso. Hacia mediados de octubre, estábamos en condiciones de inaugurar la pensión y Luis me pidió que le consiguiera un baúl para enviar las herramientas de carpintería a la casa de sus padres, porque él y su mujer se irían, antes de que nosotros pasásemos el obligatorio informe de los inquilinos, a la seccional correspondiente. Le dije que se quedase tranquilo. Pero a las dos semanas, un día viernes para ser exacto, Luis me rogó que lo llevase a buscar el baúl prometido porque su situación era delicada. Lo llevé en mi auto hasta un negocio de objetos usados, y cuando circulábamos por una de las avenidas principales, desesperado al advertir una pinza del ejército, Luis gritó: "Doblá que nos matan, mi nombre está en todos los diarios". Doblé como si nada, como si escuchara una frase propia de una situación delicada que no era para tanto. Doblé y me detuve, ajeno a la consistencia de una realidad abominable. Estúpidamente pregunté: ¿Tenés los documentos a tu nombre? Luis me miró como si yo fuese Miskín, el príncipe idiota. Amedrentado por el estupor y la duda repentina de estar junto a un loco, me repitió: "Mi nombre y el de mi mujer están en todos los diarios, también mi apodo, no sé como se enteraron". Absurdamente reiteré el reproche de tener documentos a su nombre. Luis ni siquiera se dignó a contestarme. Me rogó que siguiéramos viaje. Compramos el baúl, lo dejamos en la pensión para que a la noche pudiera prepararlo y lo llevé a la estación Rosario Norte para que sacara un pasaje. Nos despedimos unas cuadras antes, no sin que me dijese: "Me preocupa Aberra. Cuando se entere". "Cuando se enteré, tendrá que sellar su boca porque si no lo fusilan -respondí-. Estar al lado de un clandestino y no darse por enterado". Apenas se sonrió y me dio un abrazo.
Al día siguiente, tal como me lo había propuesto, realicé la comedia. Comencé a protestar y llamé al cabo Aberra inquiriéndole de manera agresiva: "¿Dónde está?, ¿Dónde está Luis". "No sé", me respondió, con un gesto un tanto irónico, que delataba su agrado de que Luis se hubiese ido. "Sin pagarnos -grité-, se fue sin pagarnos, ya me parecía a mí que este tipo era un sinvergüenza. Eso nos pasa por confiar en la gente". Aberra quedó convencido de que Luis nos había pasado. Cuando le comenté al cabezón la pequeña odisea, puteó como loco a su hermano. "¿Podés creer?... mirá éste a quién nos manda". Por un momento, esos momentos en que uno sospecha hasta de sí mismo, pensé si el cabezón no estaba haciendo conmigo lo que yo había hecho con Aberra, pero en todo caso, estaba justificado y no me molestaba. En seguida lo deseché. Algo en nosotros nos contactaba de una manera muy especial, una cierta jactancia de la amistad, casi una épica, como si la amistad fuese de todas las afecciones humanas, la más digna.
A principio de diciembre, inauguramos la pensión; sin embargo, mi vida personal entraba en un declive; hacia el otoño, mi mujer me dijo: "Me gusta otro tipo"; rápidamente nos separamos. No sin dolor, por supuesto, pero con la íntima convicción de que ella iba encontrando su lugar. Al menos, eso es lo que yo creía, salvo que una llamada anónima, me avisó: "La pareja de tu mujer, pertenece a los servicios". La verdad no supe que hacer. Sólo atinaba a releer cómo Eneas descendía al averno para dialogar con la sombra de su padre y Odiseo eludía el canto de las sirenas para arribar a su tierra.
Leía para borrar mi desazón y una tarde, en un banco de la fluvial, permití que una mujer entrara en mi vida. Una mujer que por un momento, en el centro de un deseo ignorado, fue toda una mujer. Ella se sentó a mi lado y al ver mi libro exclamó: "Odiseo, el de distintos nombres". Ahorraré los pormenores de ese encuentro, lo esencial es que ella creyó que yo la merecía o necesitó creerlo para que la vida cobrase por un momento, otro sentido. Para que la noche fuese tibia en su casa y envolviese en el subterfugio de la penumbra, el desconcierto y la extrañeza a la que estábamos arrojados. De todos modos, no duró mucho. Una madrugada, oímos pasos. Ella me dijo: "Tenés que irte, rápido, salí por el fondo, hay un pasillo que te conduce al otro lado". Yo dije: "Ya estoy en otro lado", pero con una sonrisa, triste y un gesto irónico, me dijo: "Vamos esta no es tu guerra". Me despedí con la convicción absurda de encontrarnos al otro día. Cuando volví, un vecino alcanzó a decirme que la casa había sido allanada. De ella no supe más nada. Ahora, transcurrido tanto tiempo, ahora que las cosas de la vida retomaron el orden aparente donde estoy inmerso, reordenado en la hyle cotidiana que dispensa nuestra trama urbana, escribo en mi borrador, algunas frases sueltas: ¿Dónde están? ¿Dónde está Luis? "Esta no es tu guerra", en el mismo banco de la fluvial donde mi desconcierto y su desamparo hallaron por unos momentos su refugio, su manera de conciliar el eterno avatar de la vida que nos exige construir algún sentido, tal vez la momentánea esperanza de anudarse al otro, para eludir la soledad esencial que nos desnuda en medio del naufragio.
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