Viernes, 24 de septiembre de 2010 | Hoy
Por Ariel Zappa
Dice que no sabe. El cura de sesenta y pico de años venido de España, dice que no sabe. Pregúntenle al director de la escuela, grita, agitando ademanes que se deshacen en el aire. Que tampoco le interesa saber, dice. Y pone cara de ogro: "No me pregunte más, señorita, por favor". Y quiere dar por terminado el diálogo cerrando la puerta de madera con herrajes de antaño. Pero no puede cerrarla porque la periodista del canal local de cable, prepotente, de cruda belleza, le pide que espere, quiere hacerle otra pregunta. Y mete el pie y aguanta la estocada del cura que, con sólo un cuarto de cara asomando por el hueco que deja la puerta entornada, le ordena que se retire, que lo deje en paz.
Es en ese hueco que deja la puerta entornada donde ella mete el micrófono, y le pregunta si es verdad que al salir la ley de matrimonio igualitario sonaron las campanas de su iglesia celebrando la noticia. El cura le empuja el micrófono y le lastima la cara, gesto que lo único que logra es redoblar la apuesta de la cronista que le inquiere, con sorna considerable, si forma parte del sector progresista que se está aggiornando a los signos de los tiempos que corren o si está a favor de adoptar una actitud similar a la iglesia británica, cobrándoles a los fieles que quieran ver al Papa algo así como unos treinta euros por persona, porque según afirman, las arcas del Vaticano están necesitadas. Y el cura, ahora sí, empuja la puerta con vehemencia, logrando vencer la resistencia de la periodista que se desploma en la vereda llevándose puesto al camarógrafo.
Detrás de ella, aprovechando el momento de incertidumbre que reina en la escena, el grupo de alumnos que le gastó esa broma haciendo sonar la campana en la madrugada y que, al día siguiente, difundió la noticia con video incluido en Facebook, Youtube, Twitter y Flickr, sale del colegio al grito de: ¡cam pa na zo!, ¡cam pa na zo!
Mientras el camarógrafo y la periodista se recuperan de la caída, un sacerdote joven, quizás aún seminarista, con pelo corto y peinado con raya al costado, de sotana tableada y planchada que le llega hasta los pies, zapatos acordonados y lustrados, llega hasta la puerta de la parroquia. Sin recibir respuesta, golpea incesantemente queriendo ingresar hasta que desde el interior de la misma, la voz desencajada del cura de sesenta y pico de años, asoma por encima del bullicio que se amontona en la vereda: ¡fuera de mi parroquia, arpía, prostituta, hija del demonio! ¡Voy a llamar a la policía!
El joven sacerdote trata de hundir más y más su cara en la madera añosa de la puerta parroquial y ni se le pasa por la cabeza mirar hacia los chicos que desbordan la vereda gritando: ¡a bri le al cu ra, la puta que te parió!
Al descubrirlo, la periodista atropella al joven sacerdote que se pela los nudillos golpeando la puerta con preguntas tales como: ¿tuvo algo que ver con el campanario? ¿Qué opinión le merece la ley que permite el casamiento entre personas del mismo sexo? ¿Usted y el otro sacerdote son los únicos dos hombres que comparten la casa parroquial?
Y el sacerdote joven, quizás aún seminarista, transpira y la hilera de gotas de sudor arma una larga cadena que llega al piso. Y, desde allí, copiando la pendiente que tiene la vereda fruto del levantamiento de las baldosas por las raíces, ingresa por debajo de la puerta mezclándose con las lágrimas del cura viejo que está adentro. No sabe muy bien porqué, pero llora. Lo hace de la peor forma que hay para llorar: en silencio. No grita ni putea, se muerde los labios. El, justamente él, que hizo de la persecución su bandera y de la delación una insignia. Por eso llora. Porque sabe.
Y el sacerdote que lo espera afuera también sabe pero es joven, y le falta ese ingenio que tienen los curas longevos como él. El que está afuera no conoce los códigos. Y teme que, al dejarlo solo, afuera, se le suelte la lengua. Que la periodista bífida lo someta a un interrogatorio del cual no sepa cómo salir. Que mancille la institución, que publique una infamia imposible de doblegar y su superior lo llame. Y se lo reproche de mala manera.
¿Pero en qué quedamos?
Perdónelo monseñor, es muy joven -replica el viejo cura.
Si sucede algo voy a hacerlo responsable.
Aún no sabe cómo manejar sus impulsos...
¿Quiere que seamos el blanco móvil de la prensa?
No, monseñor.
¿No le fue suficiente con las denuncias de abuso infantil?
Le ruego lo disculpe.
Es la última vez que lo perdono -y le apunta con el índice.
Le estaré eternamente agradecido, monseñor.
Dígaselo claramente a su protegido.
Lo haré.
Y ahora, vaya.
La puerta se abrió de golpe. Un brazo decidido lo tomó de la solapa del saco y, literalmente, devoró al joven sacerdote hacia el abismo oscuro de la parroquia.
En medio del griterío de los pibes, la periodista creyó escuchar una frase desvergonzada que iba dirigida hacia ella. Sonrió socarrona. Se quitó los restos de tierra de su campera zamarreándose los hombros, encaró al camarógrafo y le dijo:
Apagá la cámara, Cachete, que la nota ya está. Y metele que hay que llegar al canal antes de las siete de la tarde. Al llegar al auto, el camarógrafo se detuvo.
¿Qué pasa? -se fastidió ella.
¡La puta que los parió! Los pibes nos desinflaron las dos gomas de atrás.
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