rosario

Jueves, 14 de octubre de 2010

CONTRATAPA

Mamushka

 Por Natalia Massei

Se hizo tarde y empezamos sin Helena. Ya eran más de las diez y teníamos hambre. Sobre todo Griselda. Ni bien nos sentamos se lanzó sobre la panera y la acaparó sin ninguna delicadeza. Hundió los panes, uno a uno, en el chimichurri mientras mirábamos para otro lado porque nos daba vergüenza ajena verla comer así, justamente a ella que era una chica tan recatada. En el barrio, era famosa por su lemon pie, receta casera heredada de su madre. Jamás asistían a una reunión sin llevar una o dos de esas tartas ácidas y empalagosas como ellas mismas sabían ser. La verdad es que Griselda y su mamá se parecían bastante, las dos de figura redonda, siempre prolijas y sonrientes como dos muñequitas rusas. Mamushkas. Justamente así las llamaban los vecinos. Griselda era más bien tímida, de poco hablar. Helena, en cambio, era una radio. Al barrio habían llegado solas y habían comprado una casa sencilla frente a la plaza. Del padre de Griselda nadie sabía nada. En eso Helena siempre había sido muy reservada. Una tumba. Y por la chica hubiera sido imposible enterarse de algo: muñeca escondida dentro de la otra cuyo interior permanecía cerrado. En ella se clausuraba esa magia de Matrioshka que prometía siempre otra muñeca albergadora, a su vez, de una más pequeña, sin que uno supiera nunca, antes de abrirlas, cuál sería la última.

La noche avanzaba y Helena no llegaba, cosa bastante rara porque jamás se perdía una comida de la vecinal y, fundamentalmente, porque pocas veces dejaba salir sola a Griselda. Más por ella misma y la silla de ruedas, sospechábamos, que por seguridad de la muchacha, como solía explicar. Repetía a menudo que una chica de la edad de Griselda sola de noche, en un lugar como este, era tentar a la desgracia. Salvo por los mandados y las diligencias matutinas y por los contados festejos comunales, las dos mujeres no salían de su casa. Algunos domingos por la tarde, desde la plaza, se la veía a Griselda asomada a la ventana mientras le cebaba mate a su madre, instalada un poco más atrás, frente al televisor. Por algún misterio acústico el sonido del aparato se escuchaba nítidamente desde el arenero: al barullo difuso de los chicos jugando se superponía la banda sonora de alguna comedia romántica apta para todo público o las atrocidades sin filtro que intercalaba, entre noticias banales y actualidad política, el canal informativo.

Nieve y heladas anunciaba el pronóstico de la radio para las próximas horas. Pero en el salón vecinal el chamamé y el vino tinto elevaban la temperatura hasta volverla sofocante. Incluso Griselda se había alivianado de ropas y se dejaba tomar por la cintura al ritmo de la danza, olvidada de su madre y de las tartas inglesas que habían quedado sobre la mesada, se balanceaba ligera de adelante hacia atrás y de atrás hacia delante.

A ninguno de los muchachos se les había escapado, esa noche, que Griselda estaba sola y todos la habían acompañado a la pista. A cada uno se le había sabido escabullir con alguna excusa elegante después de la primera canción. A las mujeres solteras tampoco se les había pasado detalle y habían concluido que, al final, resultó bastante rapidita la Griselda, como todas esas chicas que se hacen las misteriosas: una mosquita muerta.

Cuando llegó el patrullero, el aire se heló de golpe, desde la ventana del galpón municipal vimos al comisario sentado en el asiento trasero junto a Helena que lloraba desconsolada. Traían la silla de ruedas plegada en el asiento del acompañante. Descendió del vehículo solo y preguntó si alguien había visto a Griselda en las últimas horas. Todos nos miramos desconcertados, buscándola entre nosotros. No estaba, fue como si se hubiera esfumado. Instantes después supimos por el comisario que alguien había encontrado su cuerpo sin vida, a pocos metros de allí, y que estaban intentando establecer qué había pasado. Helena sollozaba detrás del vidrio empañado. Ajena a la búsqueda, con su cuerpo de Mamushka vacía encorvado hacia delante.

Del chimichurri nadie se atrevió a decir una palabra, no por espanto sino por pudor: a todos nos pareció justo brindarle ese último y, quizás, único momento de libertad a la pobre Griselda.

http://natimassei.blogspot.com/

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