Miércoles, 10 de noviembre de 2010 | Hoy
Por Jorge Isaías
Bueno, resulta que ahora es la lluvia, monótona, persistente, en pleno octubre, que supo ser de sol, como se sabe.
La ciudad entonces es esta jaula gris, este correr de gente que quiere volver pronto a su casa.
La lluvia que cayó durante todo el día, molesta, inagotable, terminó mojando tantos carteles pegados a las paredes chorreadas e indefensas. Son carteles que anuncian algún espectáculo, también algunos políticos que muestran una cara y una frase. Que no dice mayormente nada a nadie -son, como saben en general gente ansiosa o atrevida que "quieren instalar nombre en el maratón político del dos mil once", como dice mi amigo Juan Antonio Alderete, que vive cortando maderas en su aserradero del sur.
Las propuestas espero -como todos aparecerán después.
No es una carencia de los políticos, en general es un bien muy escaso en estos tiempos. Espero mucho de la juventud, supongo que tendrá altura y no se dejará engañar por ningún canto de sirena.
Releo y no estoy muy conforme con estas palabras introductorias porque hoy, por primera vez, mi nietita Pilar me saludó con la manito en alto cuando me iba y en su carita redonda estallaron dos dientecitos espléndidos que asoman de su boquita nueva. ¿Y uno, que qué puede hacer ante semejante felicidad que la vida nos regala, casi sin merecerlo? Solo agradecer, siempre agradecer.
El cineasta Héctor "Nene" Molina me ha dicho alguna vez que yo escribo sobre cosas amables, tal vez ha sido muy generoso de su parte, tal vez una crítica velada porque yo no sé ver o no consigo establecer el mal y volcarla en mis escritos tan humildes. Tal vez, pienso, yo no he perseguido en todo este ya extenso camino en el cual he regado ríos de tinta para decirlo con una culposa y pobre metáfora.
En todo lo que escribí jamás he especulado un centímetro, todo lo que hice y escribí fue sentido.
Quise, sobre todo y pese a todo, cumplir con el lugar humilde en que nací en un hogar más humilde aún, recordando seres y cosas y anécdotas que irían a morir en muy injusto olvido si yo no las nombrara.
Porque, si no soy yo: ¿Quién se acuerda de Domingo Natale, aquél viejecito inmigrante venido de Italia a quien todo llamábamos "Mingariello". Trasegó las calles apoyado en su bastón de fresno blanco, y alguna vez bebió una ginebra retaceada, sonrió sin duda cuando nos reíamos de él y de su paso vacilante. ¿El dolor le había herido tan hondo que nunca respondía a las pullas? No teniendo parientes era un ser tan bueno que el pueblo lo había adoptado y le daba de comer. Dormir, dormía en un camastro que le habían puesto las autoridades comunales en el galpón donde se guardaban las máquinas y las herramientas. Paso tanto tiempo allí que nosotros bromeábamos diciendo que ya estaba en el inventario. Un día no despertó. Lo encontraron sonriente, cubierto con un mugroso perramus blanco que alguien le había regalado. Tal vez estaba entrando en su aldea cubierta de nieve, allí donde presumo lo estarían esperando muy sonrientes sus amigos. Nadie me supo decir de dónde era "Mingariello", se suponía que venía de Italia por su "castilla cruzada" como supo decir "Pocho" Jeremías, alguna vez.
Esta mañana estuve aquí con mi amiga la escritora Angélica Gorodischer, digo, en este bar de la esquina de San Lorenzo y Presidente Roca, donde hubo un bodegón en los años setenta y ahora es un lugar reciclado. Desde aquí con la tarde que agrisa y se adelgaza hasta esas sombras que ya intimidan una noche insegura y fría.
En aquel tiempo veníamos con mi amigo del alma, que digo Guillermo Colussi. Acaso mi hermano podría decir borgeanamente "a tomar un porrón o una ginebra broncosa", cuando yo vivía en la buhardilla de Presidente Roca 675, en las alturas, con 98 escalones de riguroso mármol blanco.
En este bar sabía venir en aquellos tiempos un señor mayor para nosotros, que éramos muy jóvenes. Se sentaba junto a su porrón y bebía despacio cada atardecer, aquí en el Victoria. Un día, luego de saludarnos primero un poco tímidamente, de lejos, de a poco fue más enfático y un día nos invitó a su mesa y a compartir su porrón.
Encantado muchachos, soy Carrillo -dijo a sus órdenes.
Pidió dos vasos más y nos invitó a la primera cerveza. Antes había hecho un gesto con la palma derecha hacia arriba y se fue incorporando con una leve reverencia señalándonos las sillas.
Nosotros pagamos dos vuelta más y nos fuimos.
Pasó un tiempo sin que volviéramos a entrar allí, tal vez llevados por cierta poca perseverancia que a veces tiene la juventud o por algún otro motivo menos filosófico, más cubierto por alguna contingencia que olvidé. Y el día que volvimos no estaba. Su silla la ocupaba una pareja joven con un bebé que sentado a la mesa en una sillita alta se empeñaba en tirar el puré que se le había servido para él, al suelo.
Cuando el mozo terminó de limpiar y nos vino a atender, inquirimos por él, por el señor de traje oscuro que dijo llamarse Carrillo.
Nos dijo que no sabía pero que podría averiguar. Unos días después pasamos y preguntamos por él antes de hacer el pedido. ¿Ustedes son parientes? Inquirió cuasi policialmente.
No, lo conocíamos de acá...
Ah, creo que murió.
¿Y no sabe qué hacía? porque tenía toda la pinta del hombre que está jubilado.
Sí creo del ferrocarril -nos dijo y vivía solo.
Muchas veces he pensado por qué no habíamos entablado antes relación con este hombre que evidentemente tenía necesidad de compañía. Pero la vida es así.
Y ahora no puede remediarse, salvo la mención de esta anécdota tal vez banal, justo antes que el óxido se coma este recuerdo que compartimos con mi amigo de aquel señor mayor que tomó un par de cervezas con nosotros antes de que viniera el olvido.
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