Jueves, 11 de noviembre de 2010 | Hoy
Por Guillermo Paniaga
La tercera persona me resulta inadmisible; escribir a otros es como un ocultamiento, una verdad forzada, una máscara hipócrita para mentir en bocas ajenas. Releo, pienso aquellos textos que intenté como un omnisciente dios personal y sufro con ese absurdo.
Por el contrario, con la primera persona no puedo mentir; soy verdadero en todo lo que cuento y lo que invento; aún cuando transite caminos equivocados, en la primera persona soy yo; por qué, entonces, insistir con recursos que no me conformarán, por qué desterrar la sinceridad de unas palabras que tienen una meta reconocida: la lectura de otros.
Quiero que me lean otros, que otros me conozcan, pero no puedo contar a otros, porque, aunque me resista, esos otros siempre seré yo mismo mintiendo, y porque en la omnipresencia me pierdo (los límites omniscientes se extienden mucho más allá de mi entendimiento y mi conciencia).
Para ser verdadero en la historia de un asesinato, entonces, como ésta donde el asesino es el personaje central, debo explicar al sujeto y sus razones desde mi punto de vista, es más, debo ser él; con esto no quiero decir que deba matar a nadie, pero sí que necesito rebuscar en mi conciencia todas aquellas circunstancias que me empujarían a cometer un asesinato, repensar en mi propio ser los comportamientos psicópatas; sólo de esa manera podría escribir a un verdadero asesino.
Necesito la primera persona y por eso me hundo, por ejemplo, en la miseria de este personaje aberrante que, cada noche, recorre las calles de una ciudad imprecisa en busca de víctimas desprevenidas; este personaje debo ser yo, aunque su descripción física no concuerde conmigo; puedo decir que soy petiso, chueco, de largos cabellos rubios (debo decirlo de una manera indirecta, se entiende, de otra forma sería torpe y absurdo).
Busco, entonces, maneras transversales de contarme, sabiendo que, sin embargo, mis pensamientos serán directos y se traducirán en palabras; ellas delatarán mis fobias y mis manías; por eso la primera persona, la obsesión por la verdad me empuja hacia ella; debo contar mis textos como si en todos ellos fuera yo quien actúa, como si fuera yo quien dice lo que se dice (porque, vamos, en realidad siempre soy yo...); si escribo que camino por la calle agazapado y tratando de no descubrir mi rostro a la luz, es porque estoy poseso de tinieblas y misterio; si escribo que sigo sigilosamente a una mujer determinada, es porque la imagino ya en todas sus formas (pero qué absurdo suponer que un asesino, en un soliloquio mental, describa "camino agazapado"; son acciones, no dichos). Entre todos los problemas que se me presentan, encuentro un detalle aliviador: no necesito interferir en el pensamiento de esa mujer, la víctima; no me hace falta describir sus temores y preocupaciones para dar por sentada su sospecha de que alguien la acecha.
El tema está planteado: (placa roja, música estridente) asesino persigue a su víctima y, sin dudas, la matará; pero debo encontrar un recurso original para la historia; de ninguna manera podría aceptarme protagonista y testigo impávido, cruel hasta el absurdo con una mujer de talle grueso, de pasos apurados, de pelo corto y negro, que viste un grueso y cursi abrigo de lana roja. Quiero contarlo desde la óptica del asesino, en esta primera persona que me obliga a la percepción de una realidad distinta a la mía, pero que necesariamente debo aceptar como cierta para dar veracidad a mis palabras.
La tarea es engorrosa, pero ya dicen que nada de lo perdurable nació de la comodidad; reflexiono: escribo en un tiempo distinto al que me leen; y eso es tan cierto como la idea de escribir una vivencia en un tiempo distinto a éste en que aporreo las teclas. Existen, por un lado, mi tiempo escritor, mi tiempo invención de recuerdos; por el otro, un tiempo en que la noche húmeda me hiela la nariz y el frío se cuela en mis pulmones mientras apuro el paso detrás de la mujer; y, finalmente, otro en el que se habrán de leer estas palabras.
Pero debo atenerme a mis tiempos y trasladar al papel toda la realidad que los circunda. Toda: tanto la que percibo desde mi yo personaje como la de mi yo escritor; entonces, ahora que enciendo un cigarrillo y suelto el humo sobre la pantalla de mi ordenador, también lo enciendo en una esquina donde aguardo que los autos me permitan el paso para continuar con la persecución.
Es en la misma pantalla que veo la expresión preocupada de la mujer; ella me mira; puedo imaginar que es instinto, que sospecha que la sigo, pero eso sería desviarme otra vez hacia la omnipresencia de la tercera persona; no puedo salir de mi papel, porque caería nuevamente en la mentira, en la falsedad de decir y pensar en otros lo que, evidentemente, sería mi propia reacción; entonces me limito a decir que la mujer gira y me mira, y que, siendo yo la única persona que transita la noche a un hora desfavorable, apura el paso y dobla en la esquina; supongo que será para ver si yo también apuro el paso, lo cual trato de evitar para no motivar escándalos indeseados.
Cuando la veo doblar hacia la derecha, entonces sí acelero mi marcha; trato de no perderla; sé que ella es mi víctima y que morirá.
Hasta aquí, la historia en sí es bastante común; digamos que, para darle un giro y extender su agonía, me encuentro con que la mujer desaparece; ella no logró escapar, apenas está escondida, pero yo no puedo decirlo porque todavía no lo sé, de modo que aquí cuadra describir la sorpresa de mi asesino por la repentina evaporación de la señora del abrigo rojo; debo escribir mi sorpresa. Claro que el abrigo es demasiado chillón y cursi, y la mujer demasiado gruesa como para no advertir (yo, mi personaje criminal) que se oculta detrás de un arbusto; simulo no verla, y la sobrepaso unos cinco metros, siempre atento a ella. No me equivoco al creerla entorpecida por el miedo: apenas ve mi espalda, se lanza a correr hacia la esquina con una velocidad irrisoria (pobre, es tan gorda); mi reacción es rápida y la alcanzo sin esfuerzo.
Aquí estamos, frente a frente; podría detenerme en una descripción pormenorizada de su rostro desencajado, de su angustiante grito mudo, pero sólo importa el pensamiento del asesino, de mi personaje, de mí.
Pausa.
Me analizo fríamente; sólo reconozco un motivo por el cual hubiera matado a esa mujer: el placer de la muerte en sí misma; ése es el motivo de mi asesino, el placer orgiástico que le provoca la muerte ajena. Me imagino con un cuchillo; aplico en él la fuerza y las revoluciones de una locomotora; debo haberle asestado, a la señora del abrigo, quince, veinte puntazos... ¡Mis manos se cubren de sangre!
Ahora me alejo del cuerpo con un terrible desconcierto, porque mi personaje hubiera debido encontrar placer en aquella muerte; pero yo sólo siento dolor, un dolor muy fuerte... y mareo agónico; de pronto advierto que el frío es más frío que antes, incluso lo sufro también desde adentro; atisbo una nada que se acerca poco a poco; ya casi no tengo fuerzas para escribir; no escribo, desfallezco; estoy en la calle, en la humedad, en el frío, de mi boca sale un tenue vapor; siento un fluir de mis entrañas (¡Mis manos se cubren de sangre!), un fluir rojo negro que empapa mi abrigo cursi de lana roja, salpica las teclas, la pantalla de mi ordenador.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.