Lunes, 27 de marzo de 2006 | Hoy
Por Sonia Catela
Puso avisos clasificados "se busca... gratificaré", colgó afiches con la foto de ella: "desaparecida", en el aeropuerto de Ezeiza, en el Fiumicino, en Miami, una fotografía de cuando llevaba pelo largo y flequillo, castaño caoba, y con hartas dudas, hizo colocar su nombre (Sara Cohen) al ordenar el impreso, aunque quizá ya hubiera trocado de identidad como cambió de hombres; necesitaba con urgencia darle dos mensajes a Sara, 1,67 de altura, escultora, vista por última vez en Tilcara, Jujuy, uno que le concernía a él, íntimo, descubierto de repente, más otro ajeno, de Escobar, casi político, adverso, sobre un trabajo distante.
Salió con una abrochadora y adhirió los carteles en los árboles de la costanera, en mostradores de Bancos; dos días después habían sido arrancados, o bien, Sara se enriquecía con bigotes, o aclaraciones como "culeamos en mi bulo"; repuso avisos y comprendió que durante seis semanas (seis semanas ya) se había colocado un anzuelo y coleteado tras él sin que nadie lo sacara del agua, mes y medio, no podría darle los dos mensajes, el suyo, el de Escobar, pero siguió empecinado en los itinerarios que le marcaba Sara, en reiterarse en un negocio de arte (allí donde ella acostumbraba comprar herramientas para sus trabajos), se acercaba al mostrador y el dueño: "sí, la he visto", "¿cuándo?", "la semana pasada, creo; lamento no conocer dónde vive", "¿podría fijarse en las facturas?", "si anotáramos los domicilios...", "acuérdese de preguntárselo la próxima vez", "faltaba más" pero el viejo sólo resucitaba recuerdos viejos y potentes de los que solía sembrar una mina como Sara, y él volvía a la calle San Juan a recoger una última fuerza, menguante. Se ducha; lo arranca del vapor del baño, el teléfono; toalla en mano frota cómo se le da la buena, alguien sabe de Sara, alguien atesora un dato concreto, la dirección de un casillero electrónico pero no de cualquier Sara Cohen o una tocaya, no, de ella misma, escultora, 1,67 de estatura, ésa, la mujer que constantemente repite "éste es mi pic nic maravilloso antes de la tormenta". La ansiedad le pulsó, precoz, el corte a quien todavía hablaba por el aparato, una voz masculina, con detalles incómodos, hasta impúdicos. El, Mario, debía escribir el mail, escribirlo con lo que disponía, desesperación, zozobra, nada cautivante para ofrecer, nada con qué seducirla, "...verte con urgencia... transmitirte mensaje de un colega tuyo sobre cierto encargo..." escamoteándole el nombre del emisor para que no lo enredaran en trucos y lo metieran en la galera como al conejo fantasmagórico de un mago, mientras taumaturgo y su ayudante se le esfumaban. Escribió y se sentó ante la computadora a esperar, y esperando apareció la respuesta: "autoreply; deploramos informarle que, Sara Cohen, titular de esta cuenta no podrá responder a su comunicación; notifíquese que ha muerto el 5 de enero, en Unquillo, Córdoba", ¿muerta? notifíquese. Las lomas verdes, bajas, la terminal pequeña, el cementerio (no encuentra la lápida correspondiente, ¿quizá un nicho? ¿dónde?), la Casa de Cultura, "la escultora participó de una muestra, a ver... en diciembre, sí, aquí tiene un catálogo; más no sabría decirle"; en el dispensario le niegan la ficha clínica, esos datos no se difunden salvo que se acredite parentesco en consanguinidad, "fuimos pareja", "lo siento, hable con el director", se sienta en el banco estrecho de la sala de espera para siempre, a que pasen heridos, parturientas, anémicos, histéricas, apestados, gente sin una pierna, o con el ojo tapado por vendas; "Pide por Sara Cohen", el Director la conoce, un cuadro de neumonía, ¿extendió el certificado de defunción? en esa zona, en el nudo serrano, hay mucho... bohemio, (el médico sustituye hábilmente "marginal" con "bohemio"), el doctor se cuida la boca, los cerros atesoran senderos sin nomenclatura, barracas, comunidades, gente que se esconde, que se enrosca, que se desintegra. (Quiere decir "inadaptados"). Sale. Lo chupa el carnaval de Unquillo, mascaritas disciplinadas, murgas de bajo aliento, zigzaguea por la escenografía artificiosa, indaga aquí y logra llegar de nuevo al camposanto, salta el tapial, busca y encuentra, alejada, la tumba de Sara, se echa sobre el molde de su cadáver, abraza la tierra, la llora, la duerme. Amanece sobre los cerros, él de rodillas. Entonces, advierte la zancadilla. Algo parpadea en un arabesco de la cruz. La cámara que lo ha filmado, la cámara que lo filma para alguna indagación experimental, una de sus instalaciones, Sara artista, Sara y los límites "¿para el arte? ¿qué límites podés ponerle a la creación?" Cuando toma la piedra para cegar ese ojo, ella que le grita: "esperá", sangre en venas, espiándolo, acercándosele. Le pone una mano sobre la mejilla: es cierto, se trata una instalación que va a armar para la Bienal de San Pablo; el mail, enviado a varios "conocidos" pero Mario, Mario le importa realmente, por su honestidad. "A que te doy un buen material para tu video", afirma Mario de espaldas a la cámara, se vuelve y orina la tumba, en el centro, a lo largo, un gesto pueril, y cuando Sara se acerca a besarlo, de todos modos, abrazarlo, "los otros lo tomaron bien ¿por qué reaccionás así? ¿no podés ponerte a la altura de las circunstancias?" él se desase, y calmo, le pregunta si sabe a qué hora sale el primer ómnibus para Rosario, se contesta que seguramente, no, que Sara desconoce esas trivialidades; lo averiguará en la terminal, que no se preocupe; arma mentalmente el camino hasta la estación de colectivos, los cerros relumbrantes, los senderos arenosos, el arroyo; lástima no poder quedarse un par de días a disfrutar del agua, de la peperina. Lástima.
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