Sábado, 25 de junio de 2011 | Hoy
Por Miriam Cairo
Los personajes de esta historia son los mismos que venimos leyendo desde hace ya varios años. El siempre es él. Ella ha tenido varios nombres. Varios cuerpos. Varias hileras de dientes.
El muchas veces creyó que era rubio y que era delgadísimo. Muchas veces escribió su nombre detrás del documento para no olvidarlo. Muchas veces entró en el relato empujado por un émbolo literario al servicio del suceso. Siempre ha sido el personaje que vive en otra ciudad porque ella siempre ha sido la mujer que vive en esta ciudad. Para verse, uno de los dos siempre ha tenido que cruzar un río literario, atravesar una autopista ficcional, pagar un peaje riguroso. Hasta hoy, él nunca tuvo que ganarse la vida trabajando en un peladero de pollos o como picapedrero pero lo bien que le habría hecho una experiencia real.
Convengamos que cualquier narrador mentiría si dijera que este personaje no viajó a otra ciudad donde un día conoció a una mujer que luego viajó a su ciudad para volver a verlo. Cualquier narrador sería falaz si no contara que ese ir y venir de huesos dejó en la memoria una idea de ciruelo florecido.
El destino de los personajes es misterioso. Sobre todo para el narrador. Sobre todo porque los castores construyen diques pero los personajes no. Porque una mujer textual instala un piano en una calle recta, iluminada por grandes farolas, en un barrio francés lejos de Francia, pero las mujeres reales no. El destino de los personajes es una maniobra compleja, en este mismo momento, al narrador, se le va de las manos su personaje que se desvía oblicuamente hacia la esquina de ese barrio francés tan lejano de su lugar de origen.
El narrador no puede evitar ese desvío y nosotros lo seguimos. Nos preguntamos si ella estará por llegar desde su ciudad con una sonrisa en cada boca. Esta última inquietud no es nueva. Una cosa puede llevar a otra. Esto puede provocar aquello. El narrador de estos textos puede ser narradora con la misma naturalidad con la que esta calle puede ser un archipiélago.
El personaje que había dado pasos oblicuos encontró a la mujer oblicua. El enamoramiento se produjo una vez más con mucha calma. El pino muere a los mil años, la flor del hibisco no dura un día. Ambos se roban la noción de tiempo y espacio y otras novedades, mientras el narrador escribe que ellos se robaron la noción de tiempo, la noción de espacio, la noción de mundo, la noción de cuento, la noción de amor y otras novedades.
Por momentos, la narradora travestida de equipaje escribe sin pronunciar palabras y esto resulta de muy poca utilidad puesto que ante la falta de letras el papel permanece en blanco. Una cosa lleva a la otra: nosotros reponemos. Llenamos con nuestros vasos sanguíneos los ríos vaciados por la elipsis. Sostenemos a nuestros personajes con ambas manos, con tanta destreza como si fueran dos manos derechas y nosotros un ser doble que lee y escribe a la vez.
El narrador no quiere contarnos lo que ella trae desde su ciudad, lo que ella sabe y nosotros ignoramos. Pero el narrador nos deja leerla cuando cruza las piernas ante el personaje que siempre ansía verla cruzar las piernas y sonríe con sus labios de bergamota bajo un claro diluvio naranja que nos obliga a guarecernos en un cuarto vagamente iluminado, donde la penumbra desnuda la flora, la fauna, el río, los cuentos, las almas.
El narrador que estaba sentado en su silla, tumbado, se pone de pie. Lo seguimos. Entramos al cuarto iluminado vagamente. Nos detenemos ante los desnudos. Están entre nosotros. No nos advierten. Ni siquiera advierten a su propio narrador o narradora. Está ante nosotros esa desnudez que nos desnuda. La de ellos. La del relato. El es el que siempre espera a la que siempre viene. Hay un reloj que no suena. Una lámpara. Una fábula oculta. Un pozo de fuego. Un texto. Y ellos entre nosotros. Ya no sabemos cuál de ellos es uno de nosotros. Si el personaje que se cree rubio, la mujer que desnuda lobos, la narradora que barre lentamente lo que acabamos de leer hasta perdernos de vista y quedarnos desnudos en el texto vacío del cuarto vacío.
Ellos, los amantes, quieren hacernos creer que la desnudez, tan perfecta como la rueda, la luna o el cuchillo, no es nuestra, sino de ellos, pero ya lleva demasiado tiempo la narradora travestida de tinta negra trabajando sobre esta hoja de papel de diario: no lograrán engañarnos, porque esta narradora travestida de lobo, que ya no nos avisa del próximo peligro desnudo de los personajes desnudos, nos ha formado.
Este papel que se refocila al borde de la suerte, en algún momento empezó a ser reflejo, a ser espejo que nos devuelve desnudos y aumentados. En algún momento, este papel rugoso se ha vuelto un testigo, un cíclope, un megáfono. Este papel nos lee, nos conjuga, nos altera, nos insinúa, nos prolonga con un vértigo poco común si se tiene en cuenta que la inmediatez del diario tiene virtudes opuestas.
A esta altura de la desnudez, queda claro que este texto no es un madrigal, no es un responso, no es una confesión, ni un manifiesto. Es apenas un texto escrito en una página de un diario que finge un andar pasajero y no pide perdón a la eternidad de las letras.
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