Jueves, 18 de agosto de 2011 | Hoy
Por Jorge Isaías
Miguel Ferrari me dice, divertido, que yo ya no recuerdo un pueblo. Que yo no escribo sobre mi pueblo sino una ciudad y amenazo con abarcar un continente. Me sonrío por su salida y contesto que con seguridad yo también encontré mi Yoknapatawpha y le recuerdo aquel comienzo del texto de Borges, que dice que un hombre se propone describir minuciosamente el universo y al final comprendió que sólo había narrado las arrugas de su rostro y las líneas de su propia mano.
Conmigo los críticos pueden estar seguros, hace años que no salgo de mi barrio el populoso Jazmín, de mi pueblo. Arracimado apenas en las afueras, cuando el sur se hace campo a través del Camino del Diablo.
De aquel tiempo recuerdo sobre todo el frescor de las hondas quintas umbrosas, repletas de ciruelos y duraznos y damascos maduros y goteantes y las tupidas higueras con sus brevas maduras.
En aquél tiempo luminoso y despreocupado, lo mejor era el verano. Los amodorrados y largos veranos de mi pueblo que era el mismo tiempo de las cosechas donde desaparecían las espigas del trigo que eran como la bella espuma de ese mar amarillo que también planeaba bajo el viento como una gran bandera.
La cancha de nuestro club queda a dos cuadras y media de mi casa, y yo para no dar la vuelta y llegar más rápido para ser tenido en cuenta en los picados, ganado por la ansiedad, saltaba dos alambrados, cruzaba la cortada de Spizzo y Altamirano y me quedaba sortear el último, el que cercaba el predio deportivo que aún no tenía pileta de natación, pero con orgullo exhibía dos canchas de tenis, la de paleta y los juegos infantiles: hamacas, subibajas, calesita, trapecios y un cuadrado de ladrillos revocados con arena par los más chicos.
También estaba el edificio del antiguo Tiro Federal que ostentaba en el frontispicio una leyenda en letras azules sobre fondo blanco que decía:
-Acá se aprende a defender a la patria.
Pero en épocas que yo empecé a ir con frecuencia, ya no funcionaba. Se usaban sus instalaciones como vestuarios para los locales. Yo recuerdo que en alguna época lo usábamos como fuerte, y allí un grupo se pertrechaba adentro y otro debía tomarlo desde afuera con grandes lanzas que fabricamos con largas ramas de fresno. Queríamos imitar tal vez las películas de la matinée del cine "La Perla" donde los caballeros intentaban defender el honor de una dama, sólo que allí no había ninguna, salvo en nuestra riquísima imaginación.
En todos los veranos la cancha, o ese conglomerado deportivo al que por síntesis llamábamos así, fue literalmente nuestro hogar, ya que lo pasábamos gran parte del día. En especial por la tarde, ya que en las mañanas dedicábamos un poco de ella a los mandados, que nunca se hicieron tan rápido.
Cuando uno volvía con los demás o solo, esto era menos frecuente, necesariamente pasaba por la casa de los Escobar, concretamente la vereda de don Perfecto Escobar y su esposa doña Amalia, quienes vivían allí con sus hijos, Nancy, Pilar, Miriam y su único varón: Walter Perfecto.
Don Escobar era Secretario del Juzgado de Paz: atildado y siempre haciendo gala a su nombre. Era delgado, muy delgado, moreno, usaba bigotes como todos en ese tiempo y andaba de traje gris, eternamente, y en el cuello un pañuelo rojo y a veces lo trocaba por una corbata. Muy atento y respetuosos con todos, incluidos nosotros, a quien nadie nos tenía en cuenta, él, invariablemente hacía un movimiento de cabeza, la frente con entradas, y nos decía: -Salú pibe, salú.
Enfrente estaba la casa del Sindicato de Obreros Rurales y al lado de éste la familia Gúbero. Yo conocí al viejito barbado, con sus dos hijos solterones: "Nin" y "Beco". De este último tengo su firma en mi partida de nacimiento como testigo, Américo Gúbero, alías "el Beco". Amigo de mi viejo. Hoy de él no se acuerda nadie pero yo tengo su firma. La de él, que está hecho polvo y por eso lo recuerdo. Escribí en otra parte que el verano no comenzaba si don Juan Ugolini no entraba desde el campo con su carrito ofreciendo sus sandías. Pero no fui justo, Para que el verano permaneciera (el hermoso verano, diría Pavese) debíamos esperar el paso en esos mediodías inflamantes de sol a plomo, el corpachón del gordo Spina, a quien llamaban "El pobre".
Cerraba su peluquería al lado del bar "El Cometa" de los turquitos Esne y venía por el medio de la calle, con una ramita de paraíso que cortaba al pasar y que pretendía que lo defendiera del sol, a guisa de sombrilla.
Venía siempre cantando el tío Francisco, como yo lo llamaba y al llegar frente a mi casa, se sacaba el pañuelo del bolsillo y se secaba la frente sudorosa.
-Que decís, nene. Saludaba y seguía cantando a voz de cuello aquella canción que popularizara Alberto Castillo: "Por cuatro días locos que vamos a vivir/ Por cuatro días locos te tenés que divertir".
Y entonces sí, ahora el verano era perfecto.
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