Martes, 13 de septiembre de 2011 | Hoy
Por Ariel Zappa
A Eleonora
Esa noche no llegué a cenar. Me perdí. Aún así, tengo la insobornable sensación de haber estado. Me porté como un estudiante que se presenta al examen sin reparos, candidato al cachetazo con la mano abierta. Ese golpe más vergonzante que doloroso por saberse parado en un shopping con la mano acariciándose el pómulo todavía caliente, quemando en el terreno de lo irreparable. Corriendo tras una figura que se desvanece y se desintegra.
Esa noche en que sentí haber llegado y no llegué, me dejó una carta sobre la mesa. La hoja estaba doblada en cuatro. Decía: "Se puede cenar solo mirando la tele. Se puede cenar con alguna mujer encontrándose en alguna mirada, tal vez, reconfortante. Se puede no cenar y que pasen los días hasta no sentir más hambre".
El televisor en el comedor del shopping no dejaba de mostrar imágenes de Bin Laden muerto, vivo, disparando en las montañas de Afganistán, sentado en su refugio pakistaní. Que fueron cuarenta minutos que no pasaban nunca, dijo Obama. Los treinta y ocho minutos más intensos de mi vida, completó Hillary. ¿Qué habrán sido de esos dos minutos de diferencia? Porque esa misma cantidad de tiempo, yo estuve parado, casi inconsciente, tocándome el cachete, mirando por el televisor del shopping la escena de los aviones impactando sobre las torres gemelas. Regodeándose en el cenit de la perversión: cuando todo se derriba.
Tirar a matar a un tipo desarmado es de gente incompetente. Hasta el más lego en tácticas bélicas sabe que al enemigo siempre hay que dejarle una vía de escape, porque el que no tiene nada que perder, sólo por saberse en el tiro del final, saca un navajazo a último momento que se hunde en tu garganta. Y te quedás mirando la nada, con ojos de vaca viendo pasar el tren. Demorando la derrota. Hasta en la guerra hay códigos.
No tenía derecho en dejar esa carta sobre la mesa. Con el mozo escudriñándome como si yo fuera un fugitivo con pedido de captura internacional. De barba y turbante. En todo ese tiempo que tuve la sensación de estar sentado a la mesa con ella, casi ni hablé. Sólo puse la cara y soporté los disparos a quemarropa.
Nadie en el mundo puede otorgarse el derecho a incursionar en el espacio del otro, tomar de manera sangrienta lo que supone suyo, e irse dejando una ristra de muertos tirados en la mesa. Como copas tiradas sobre el mantel de hilo blanco saturado de manchas rojas, casi violetas, cubriendo toda la mesa a medida que un cabernet sauvignon avanza sin piedad, mientras los demás observaban la escena destilando un sórdido "pobre chica".
Yo miraba la televisión como quien saca la cabeza del agua para poder respirar. Era más de medianoche en esta parte del mundo y estaba inconsciente por el dolor. La tele me calmaba. Me daba gusto ver gente en las calles de Nueva York celebrando la muerte. Casi podía decir que, desde las imágenes vertidas por el canal de noticias CNN hasta mi cara, se alzaba un ducto por el cual las escenas iban y venían sin pausa. A lo sumo, quitaba mi vista del plasma encaramado sobre la pared para servirme más vino y relojear el salón y descubrir quién me miraba, cuántas parejas alrededor mío bajaban el tono de voz, agachaban la cara acercándola a la del otro para cuchichear y, cada tanto, volver a desviar sus ojos de conmiseración hacia mí. Aún no sabía que "se puede cenar solo mirando la tele. Se puede cenar con alguna mujer encontrándose en alguna mirada, tal vez, reconfortante. Se puede no cenar y que pasen los días hasta no sentir más hambre". No lo sabía. O, en todo caso, si lo sabía, nadie me lo había recordado tan contundentemente.
Disfrutando de la segunda botella, esta vez un malbec que me quedó de seña cuando ella se levantó después de la cachetada, y durante las repercusiones de la ejecución ordenada por el premio Nobel, pensé que un buen zócalo para esa noticia podría haber sido "matame si no te sirvo". Y en la lista de los Satanás, encarnaciones del mal y terroristas islámicos aparecían: Saddam Husein, Bin Laden, Osni Mubarak, Hamas, Kadafi, etc. Es así para el imperio. A lo que ya no sirve, se le suelta la mano. El mejor amigo de Occidente puede pasar a ser el terror en las sombras en cuestión de segundos. Hay tanta distancia como la que dista en un semáforo cuando pasa de rojo a verde y te tocan bocina. Lo que tarda en llegar el petróleo desde Libia hasta Europa o, dicho de manera más simple, la misma medida de tiempo que separa al amor del odio. Le pregunté por qué había reaccionado de esa manera. Y fue una andanada de palabras puntiagudas, tapones a la altura del tobillo y una cadena de adjetivos asociados a la cobardía, lo que recibí por respuesta.
No era el mejor momento para quedarme solo en un restaurante, debía volver a casa a recuperar el talante y sentirme protegido, un poco más seguro. Pero recalé en la relativa seguridad que implica para el otro que estés en tu casa. Allá entraron sin saludar. No sólo a una casa sino a una nación, más allá de los ambages en la respuesta de las autoridades paquistaníes y de los observadores de la ONU, que se dedican a eso: observar.
Las cadenas informativas cuestionaban el hecho de no mostrar fotos de su cadáver. Es probable también que, al mostrarlas, se levantaran sospechas dudando de que el cuerpo del líder de Al Qaeda estuviera en ese féretro, como pasó con Néstor. O echaran mano a la teoría de la cantidad de dobles que tenía, abonando la duda de saber a quién realmente mataron. A mí me hubiera gustado tener un doble la noche en que me dejaron esa esquela. Y luego preguntarle qué se siente cuando te dan un cachetazo en plena vía pública, y la piel te quema como si te hubieran pegado un tiro en la cara.
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