Jueves, 15 de septiembre de 2011 | Hoy
Por Jorge Isaías
Los chicos se alejaron del pueblo llevando sus tramperas en la mano derecha, las hondas al cuello y cruzado por un tirador sobre sus pechos un bolsito de género con sus vitualles de comer, alguna botella con agua y los terribles "recortes" hechos de alambres de hierro aptos para usar como proyectiles.
Cuando iniciaron el avance hacia el campo iban más presurosos, por la ansiedad de alcanzar los bañados más cercanos y aprovechar el tiempo para preparar sus tramperas o tal vez porque en esta oportunidad no habían tenido la venia paterna y esta incursión se hacía a hurtadillas, con la asunción que tal responsabilidad acarrearía a sus pequeñas humanidades.
A medida que ganaban el campo se iban alejando del pueblo, más bien un caserío desflecado que no tenía rutas ni más medio de locomoción para comunicarse con otras localidades que un tren diurno de ida y vuelta RosarioRío Cuarto y esos caminos de tierra anchos y mal cuidados, que a cada lluvia producían el aislamiento por semanas, caminos que en buen romance eran mal aprovechados gran parte del año, en especial en las épocas de otoño e invierno donde los temporales los hacían realmente intransitables.
Ese día la intención de esta barrita entusiasta sería cazar algunos ejemplares de pechitos colorados, o jilgueros, o los hermosísimos chilenos o paraguayitos para engrosar la población que moraba en esos grandes jaulones que metían ruido bajo la sombra de los ceibos añosos.
Tal vez ese día los esperara una bandada de chorlitos, tan mansos, tan tontos para hacer puntería con ellos, aunque su carne no merecía ser comida, y sus cadáveres quedaban para pasto de hormigas.
Lo cierto es que recién cuando se hubieron topado con el final del "Camino del Diablo", en el cruce de la capillita de la familia Cinel divisaron los espejos de agua, con sus orillas festoneadas de juncos y espadañas, sus nidos de "alas de araña" y de "bichofeos" que los esperaban con sus huevitos espesos, prontos a ser perforados con un alambre y ser bebidos así, en crudo como corresponde a los niños que serán hombres fuertes y templados en esa pelea desigual con la vida.
A medida que se van acercando a esos grandes bañados que por comodidad llaman "lagunas", descubren que toda esa población de aves que merodean sus orillas comienza a levantar vuelo con asombro, curiosidad y un poco de precaución, la que tienen siempre los animales salvajes.
La que dio la alarma fue esa bandada de cigüeñas, que hundía sus picos zancudos buscando pececillos minúsculos y de pronto avisada por el instinto levantó vuelo al unísono casi vertical y llenó el cielo de grandes sábanas blancas cubriendo la quietud de noviembre. El griterío que había sido tímido al principio explotó por el aire con el vigor de una máquina que se descompone y estalla.
Los pueblos de llanura como éste son todos calcados, y en aquel tiempo remoto que se trata de resaltar, las ilusiones eran una desmesura que cubría como una nube flotante de acciones módica de todas las vidas.
Decir que todo era más simple es redundar en una notoria verdad, y la diferencia con las gentes que poblaban las grandes ciudades era a simple vista sideral. Nada de las comodidades de hoy existía en ningún pueblo de entonces.
Sin exagerar podríamos asegurar que estos chicos que son mirados a la distancia cuando hay tiempo y ausencia en el medio, vivían en un cuasi abandono inicial. Aunque las travesuras estaban siempre presentes nunca pasaban de lo que hoy sería tildado de ingenuidad, porque los padres de entonces eran severos hasta la temeridad, con un autoritarismo tan exigente que no era óptimo a veces para usar con esos niños sino con algún pelotón de hombres haciendo fajina en un regimiento. Entonces esta estampa tan antigua no deja de tener una emoción al grato recuerdo.
Apenas entrecerramos los ojos y los veremos volver con sus bolsitos vacíos, sus tramperas repletas de pájaros, y una despreocupación que no resaltaba cuando todos iban hacia los bañados en busca de aves.
También traían algunos patos pequeños y hasta una perdiz colgados de la cintura que aseguraba un piolín grueso. Fruto orgulloso de sus terribles gomeras. Carne que iría con seguridad a engrosar la olla con el guiso que la madre prepararía esa noche y que tal vez mitigara el reto por haber eludido pedir permiso para esta incursión de caza que había surgido otra vez con la espontaneidad que contemple la hora de la siesta, cuando los mayores duermen, y el cielo es más alto y el sol cae más a plomo que nunca sobre la quietud de los campos, cruzando esos callejones vacíos que solo es hollado por el paso presurosos de las iguanas soñolientas, los hurones rápidos y los más tontos cuises que vieron todos los tiempos.
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