Miércoles, 19 de octubre de 2011 | Hoy
Por Beatriz Vignoli
Lunes 29 de agosto
Soñé que tenía que llamarte porque se terminaba el mundo. Me encontraba en Córdoba cuando me enteraba de la noticia: el Universo había cambiado de dueño, y había que entregarlo todo a primera hora de mañana. Después a lo mejor el nuevo dueño creaba otro, pero este se entregaba todo. Es decir que, en cualquier momento a partir de la medianoche, se vencía el contrato con la existencia de todo lo existente. Qué lo renovaría, no había forma de saber. Los rumores decían que no quedaría nada, que se crearía todo a nuevo. El mundo desaparecería, sin escándalo ni catástrofe, simplemente como quien apaga la luz y devuelve la llave.
Había un silencio espeso en las calles y en los centros comerciales de Córdoba. La angustia de la gente hacía implosión en vez de estallar. Al mirar la pantalla de mi teléfono, descubría que ya eran las ocho de la noche. Mi amiga Eloísa me recomendaba aprovechar una oferta de fin del mundo y comprarme uno nuevo. Mi duda, a menos de cuatro horas de la aniquilación definitiva de todo, era si me mantendrían el número, porque me importaba que me reconocieras de tu agenda.
Lunes 5 de septiembre
(Surqué sin vos los océanos de la morfina, sus afiladas olas azules como el vitral del cielo a las siete de la tarde en invierno; sin vos anduve en sueños por las mansiones deshabitadas del alma, por vos volví a tocar primero su ausencia y luego su muerte como un muñón del mundo, el extremo de un espigón ante la nada absoluta. Sin vos ni ella llegué hasta el fin del mundo, hasta la última noche del universo; pero desperté, y pisé la tierra como una creyente, y planté verticales las dos letras de tu nombre y fueron muros, y sobre ellas puse la viga del arca y del amparo. Y al séptimo día, descansé).
Domingo 18 de septiembre
Está de moda que el amor se termine. Películas, poemas y hasta esculturas cantan la canción triste del final del amor. Puede ser que a veces se termine de verdad, como se terminan la plata o la cerveza (no, la cerveza no se termina nunca; se termina la plata) pero otras veces se lo da por terminado por decreto, por fatiga, por hartazgo de esperar y ante todo: porque nos hemos acostumbrado a contarnos nuestra propia vida como un relato. Un relato con principio, medio y fin. Un cuento. Somos animales parlantes y conscientes del tiempo, por lo que no podemos evitar convertirnos en bichos narrativos.
Imaginen un animal dotado de conciencia pero que no sepa que algún día va a morir: mi gato. No necesito imaginármelo. Mi gato parlotea, indica, ruega, exhorta, hace cosas con palabras como decía Steve Austin, pero no cuenta nada. Nunca cuenta nada. Cuando la comidita se termina, pide más. No hay finales en su cabecita peluda y chata. O los cuises de mi amigo Déivid: emitían un gorgorito, un borboteo melodioso. "Cantan", dijo Déivid. De pronto se hizo el silencio. ¿Y ahora? No cantan más? ¿Por qué? "Porque se terminó la canción", respondió Déivid. Era un chiste: el canto de los cuises no se termina nunca mientras ellos viven sus viditas cortitas. En cambio, un ser humano se entera a tierna edad de que tiene fecha de vencimiento y se sienta a cantar la canción del final. Uno aprende a morir de las canciones, que siempre se terminan y suelen ser breves, efímeras como las rosas y las mariposas, y de esto saben mucho los Villar Rojas y los Kuitca. Siete últimas canciones, famosa serie de pinturas de este último, tiene un título inmejorable porque nombra ese final que no es todavía el fin.
El fin de la canción, el fin del amor. Algunos cantan y esperan el aplauso cuando la canción termina; otros juegan a que se mueren pero es mentira, no se mueren nada. "No vale, siempre me muero yo primero", se le quejaba mi hermano Eduardo a mi hermano Luis cuando jugaban a los cowboys. Ahora los pibes juegan otros juegos pero se dicen cosas parecidas. Sus avatares electrónicos mueren y renacen de sus cenizas como el gato Félix. Algunos de grandes siguen jugando y otros ya no juegan, si es que alguna vez jugaron, o se toman el juego muy en serio y ponen cara de circunstancia cuando dicen: "el dueeeeelo". Me los imagino haciendo el duelo cuando se les termina un tarro de mayonesa o de pepinos a la vinagreta. (Hay que velar el frasco, lavarlo primero...).
Se me dirá que lo eterno no existe. Yo digo que abusamos de la noción de finitud.
¿Qué pasaría si no termináramos nada? ¿Si el único final fuera el real, el de verdad? ¿Si dejáramos de hacernos los muertos como perros y de darle el réquiem in pace a cada relación que se tropieza con un mal fin de mes, luna llena de equinoccio primaveral, brote psicótico paranoico pasajero, furibundo ataque de celos o rabieta nihilista proto punk a lo Violencia Rivas y en cambio dejáramos pasar la tormenta confiando en que, una vez disipada la nube de pólvora y rabia, ahí seguirá en pie nuestro amor?
¿Qué muertes vuelven en todo lo que matamos al pedo cada día: esas cámaras, llaves o armas dadas por perdidas pero que estaban en el fondo de la mochila, en virtud de una ley física gravitatoria inexorable que manda siempre al fondo lo más pesado?
"Somos imperdibles", le digo a Amanda. "Buscá en el fondo", le digo a Marian. El mundo es grande; las cosas siguen ahí. En el fondo del mar hay tesoros sumergidos; todos esperamos la gran escena del retorno del Titanic. ¿A cuántos grados de cercanía habrá quedado mi poncho de legítima vicuña, el que no pude rescatar de la pensión; o la película que filmó mi viejo en aquel viaje a las Cataratas, con una cámara 8 de rosca a manivela (a cuerda, se llamaban esas cosas, me acuerdo), inclinándose peligrosamente sobre el puentecito para reemplazar el inexistente efecto de zoom y a la que yo rotulé como Verano del '72 en un rapto de erudición cinematográfica impropia de mi edad?
Se me dirá que también están los asesinos, cuyas malas obras son irreversibles.
¿Pero tenemos que imitarlos todos nosotros inscribiendo la irreversibilidad, o su amenazadora posibilidad, a cada paso de tango mal dado como la costurerita de Evaristo Carriego, el ciego de Carriego al que se refería el último organito de Nico Manzi?
"El ciego inconsolable del verso de Carriego / que fuma, fuma y fuma" cantaba yo y mi viejo me discutía (le discutía a Manzi) la pertinencia del término "inconsolable". Mi viejo es de la época de las cosas hechas para durar toda la vida, como el auto Siam o la heladera Siam del Instituto Di Tella, o como los tractores de la fábrica John Wayne.
Y vos. Sí, vos. Seguramente estás leyendo esto. Yo te olvidé, pero vos seguís ahí. No puedo verte, pero seguís ahí, como decía Peter Pan en aquella película de Stevie Wonder. A lo mejor te captó una secta satánica y por eso ya no me llamás más. "Te llevaré al altar", te prometió alguien y vos agarraste viaje sin preguntar demasiado y tarde te das cuenta de que "al" no siempre significa necesariamente "de pie ante". Ahora estás boca arriba como el motociclista del cuento de Julio Cejas y pensás que es el fin.
No, no es el fin. No nos fuimos, seguimos todos acá. Son las once de la mañana de un miércoles y vos estarás desayunando con facturas de crema pastelera: tus favoritas.
Sí, las mejores canciones son las que hablan de amores que duran toda la vida. Estoy de acuerdo con Manu en que las mejores canciones del mejor disco de Dylan Thomas son las que cuentan amores que duran toda la vida. Avanti, morocho: la Luz volverá. Volverá si la enciendes, ¿comprendes, amigo? Don't turn on her; turn her on.
Gritémoslo, como si fuera un manifiesto, cantémoslo enarbolando en alto nuestros fósforos de cajas de fósforos de diseño: basta de darle poder a la parca Atropos que tanto ha reinado ya en este país de muertes reales y simbólicas y que gobierne con continuidad la parca Láquesis, la del hilo que pese a todo sigue y sigue y sigue. Porque nadie se va. Yo sigo acá. Atilio J. Daneri y Jorge Luis Barquero mandan saludos; ah, y cualquier duda o cualquier cosita que precisen pregunten por mí. Soy Beatriz Viterbo.
Continuará...
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