Viernes, 6 de enero de 2012 | Hoy
Por Marcelo Britos
Fue a terapia por primera vez porque tenía terror de las arañas. No podía describirlo de una forma exacta, al menos gráfica para que los demás pudieran comprender que la dimensión de su miedo superaba los temores habituales a esas cosas. Un pequeño grito ahogado, subirse a una silla como en las caricaturas, o correr, sencillamente correr. Ella se paralizaba, quedaba estática, sudando frío, llorando consciente de su inmovilidad frente al peligro. La distancia y las barreras no la salvaban. El arácnido podía estar detrás de un cristal impenetrable, o a metros de distancia. Las telarañas le provocaban lo mismo, porque suponían la presencia siniestra.
Cuando le preguntaban dónde había nacido, debía decidirse por el lugar en dónde se había criado, que era Maggiolo, un pueblo del sur de la provincia de Santa Fe. Cómo allí no había hospital su madre dio luz a todos sus hijos en Rosario. No sentía arraigo ni extrañaba ninguno de los lugares en dónde había vivido, pero guardaba con afecto momentos de su infancia, recuerdos colgados de su memoria sin demasiada trama, tan sólo imágenes e instantes marcados por aromas, colores y voces. La plaza en otoño, matizada de marrones y amarillos marchitos; los cuises corriendo al costado de la ruta y el horizonte distante y eterno; la pulpería plagada de baqueanos, los caballos sueltos por las calles, el patio de la escuela, adornado para la kermes. Nunca le interesó volver.
Sus padres, cuando ella y su hermana fueron a las ciudades a estudiar, vendieron todo y se mudaron a Rosario. Su hermana solía visitar a sus viejas amigas y la tentaba para pasar los fines de semana, reencontrarse con sus amistades, notar el paso del tiempo en los lugares en donde habían crecido, pero nada de eso le llamaba la atención. Incluso imaginaba, en el momento de escuchar la propuesta, las posibles situaciones en las que se vería enredada y eso le causaba una irrefrenable tristeza. Cuando era chica la habían llevado a los Reartes, en Córdoba. Recordaba el agua correntosa, cubriendo su cintura y empujándola. Cuando fue ya más grande, el nivel del río apenas le cubría los tobillos. Comprendió entonces que las imágenes que había captado su memoria habían sido tomadas por los ojos de una niña, con otra estatura, otra experiencia, otra dimensión de las cosas. Decidió desde entonces escindir su vida presente del pasado, espantar la nostalgia como se deshecha lo inútil.
Le habían recomendado terapia cognitiva. Sirve para solucionar las dificultades de coyuntura que van generando las neurosis. Quizá después se pueda averiguar por qué las arañas le provocaban eso, pero mientras tanto tenía que volver a vivir en un mundo en donde esos seres suelen tener una presencia importante. Los rincones de los edificios en donde trabajaba, las casas de sus amigos, los parques, los árboles: había algo en los árboles que la preocupaba más que otros sitios.
Detrás del pueblo había un canal. Un tajo ancho marcado en la tierra, por el que corría el agua tras las lluvias para alimentar los sembrados. La naturaleza había construido alrededor de él los semblantes de un arroyo, con matorrales y árboles espesos que lo escondían del sol. A veces en esos árboles tejían grandes telarañas entre uno y otro, y en el reflejo de la luz del día la tela brillaba y parecía un arco iris plateado, o una mantarraya luminosa que avanzaba por el aire al compás de alguna brisa. Solía ir allí a jugar, a despedir barcos de corcho o tan sólo a esconderse de la mirada de su padre. Una tarde se acercó y notó a alguien en la orilla del canal. Quiso volver sobre sus pasos, buscar otra porción de su tierra de juego, pero sintió curiosidad por saber quién la había invadido. Muy despacio fue deslizándose hasta repararse tras unos juncales; no podía verla. Era uno de sus vecinos, los hijos de la panadera. Era el más grande, Sebastián, tenía la edad de su hermana; en ese entonces tenía trece años. Todos ellos eran flacos y de tez morena, parecían el mismo joven y había que buscar señas exactas para diferenciarlos, aunque se llevaran un año de diferencia entre los tres. Sebastián era el único con ojos claros. Estaba allí sentado, moviéndose de una forma curiosa para ella, con los pantalones en los tobillos, mirando a los costados. Comprendió. A su lado había otra persona. Lo notó cuando las risas apagadas y los jadeos se encimaban. Era su hermana. No podía verle la cara porque la cubría él con su cuerpo, apenas podía vislumbrar una mirada temerosa entre el vaivén, la mirada de alguien que esconde o escapa. Se acercó un poco más. Ahora veía claramente. El se acariciaba de una forma frenética mientras miraba lo que su hermana le mostraba. A veces el corría la mano libre hasta la entrepierna de ella, pero se la apartaba entre retos desganados y risas. Se encontraron a la noche en la cena. Sentía una fuerza que nunca había tenido, un dominio sobre el futuro que la hacía poderosa e invulnerable. Nunca dijo nada de lo que había visto. Con el tiempo, cuando todo fue perdiendo importancia y podría haber devenido en una anécdota de complicidad e inocencia, fue uno de los recuerdos que quería borrar. Ese y muchos otros que tomaban vida en ese lugar.
A veces soñaba con arañas y despertaba sudorosa y aterrada. Otras veces un clavo en la pared, una mancha, una sombra, tomaban la forma del cuerpo ovalado y las patas. El terapeuta insistía en preguntarle qué sentía en el momento del pánico, como si ella pudiera tener otra respuesta que no fuera esa sensación de desamparo y terror. Entonces habían acordado un ejercicio. Era un simulacro de cine. La sala tenía que estar vacía y ella sola en el lugar más cómodo para su vista. En la pantalla su vida. Pero ella no era ella, era la actriz de esa película que era su vida, y la escena ese instante de miedo del que no podía sacar más que angustia y hesitaciones. Recorrió en su sala personal todas las escenas de esa película. Todos los recovecos en donde alguna vez las había encontrado. Los papelones de griterío y llanto en lugares en donde la gente la miraba como si se tratara de una demente. La mayoría de esos episodios había estado con hombres, parejas ocasionales que seguramente --ella veía sus miradas condescendientes desde su butaca- también pensaban que era una histérica. En la última sesión la pantalla volvió a iluminarse. En la tela blanca creció sobre la oscuridad la imagen del canal, la tarde aquella. Sebastián sacudiendo su cuerpo, las risitas ahogadas de su hermana, a su espalda la puerta de su casa, su padre parado en ella, apoyado en el marco y sonriendo mientras ella se alejaba entre los yuyales hacia la reunión de árboles en donde encontraría --ella ya lo sabía, como esas películas que vemos una y otra vez y aun así nos provocan placer o tristeza- a los dos en esa situación vergonzosa de siesta, a ella en el pavor de la alquimia de esa visión, de las ramas que sostenían la telaraña, de la mirada clavada en su espalda desde la casa. De pronto Sebastián ya no era él, ni un actor a la vista de nadie, sino un hombre con el rostro de su padre. Y su hermana no era su hermana. Y la telaraña era sí una mantarraya desprendida de las ramas, que avanzaba amenazante hasta su cuerpo tendido e inmóvil, y de pronto se ensanchaba, y salía de la pantalla y cubría la sala, las butacas, sus brazos y sus piernas, las ventanas del consultorio que daban a los patios traseros desde donde podían verse las palmeras del Boulevard Oroño.
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