Miércoles, 18 de enero de 2012 | Hoy
Por Marcelo Britos
El colectivo cruzaba los suburbios de Santiago del Estero por encima del puente. Por debajo de su mirada los barrios se extendían hasta el oeste, la caída del sol despiadado sobre las últimas casas. Después de fijar la vista varios segundos sobre el color uniforme de las construcciones, gris y ocre, comprendió que todas tenían techo de chapa. Juntó las dos ideas hasta que todo resultó en un pensamiento de compasión. Imaginó las tres de la tarde en ese lugar, la noche que guardaría aún el sopor de la jornada, las camas transpiradas, los mosquitos. Sintió alivio cuando también tomó conciencia de su cuerpo en ese pequeño espacio que lo alejaba, de su piel envuelta en la frescura de ese reparo; después vergüenza, la vergüenza y la sorpresa que habían sobrevenido a su vida. Pero eso era para él otro nacimiento.
En los primeros días del Centro Comunitario, su mirada sobre esas casas era ingenua. Construía en sus cavilaciones cada pared de chapa o de material, seguía el curso de la construcción, tratando de mejorar algo, de convencerse a si mismo que él podría haberlo hecho mejor, aun con los mismos recursos, el mismo pedazo de terreno. Después se fue diluyendo el prejuicio con los días, porque también en esas casas pero en su pensamiento, cocinó, le dió de comer a los chicos, los vistió para ir a la escuela; antes los bañó, preparó una cena de navidad y un cumpleaños de quince. Y toda esa ilusión le clavó los pies en la tierra, lo convenció de que hay cosas que deben cambiarse con el curso de la historia, o no cambian más.
Había nacido en San Pedro de Colalao, en un valle cercano a San Miguel de Tucumán. Sus padres eran los dueños de una de las primeras despensas del pueblo y eso lo había acercado a todos los lugareños, a las necesidades y los matices de una colonia que se nutrió siempre de las familias que sobrevivían con pequeños negocios turísticos, y de los que descansaban en las casas de fin de semana. Su infancia fue el cerro, el camino hasta la cruz y el valle que se abría a sus pies, los senderos que llegaban creía él hasta el universo de estrellas que manchaban la noche. Había una inquietud provocada por ese lugar, una intriga, algo extraño y profundo que le decía que detrás de ese paisaje existía un mundo aún más grande e infinito, y por eso su casa en San Pedro jamás fue suficiente para él, y todo se agrandaba con el sueño de cruzar ese valle y llegar a otro lugar. Los turistas alimentaban esa obsesión. Tan sólo la forma de llegar y de irse que tenían, lo hacían pensar en que aquella tierra que rodeaba su existencia era tan sólo la muestra de algo mejor o al menos distinto. Terminó en el secundario en el anexo de un colegio público, un techo de aluminio acribillado por el sol, que en el verano los hacía transpirar hasta debajo del pelo, y en invierno el frío del atardecer los apretaba contra las paredes de yeso. El último año se alejó a vuelo rasante, las alas fueron la ilusión de terminar por esa ruta en las puertas de San Miguel.
Había historias que rodeaban la profesión que había elegido, y eran la única exploración y el sostén de esa elección. Por eso creía que ser abogado sólo lo llevaría a los actos de justicia, a luchar contra el desamparo y a cobrar por eso sin culpas. En los días de su primer visita a San Miguel, un crimen resonaba en los diarios. Un hombre había asesinado a su hijo y se había quitado la vida. La mujer estaba desaparecida. Todos intuían que también estaba muerta y que la había enterrado en algún lugar de Tucumán. Todos hablaban de eso, la policía tuvo que actuar bajo la presión de una sociedad indignada, encendida por los discursos televisivos. Cuando empezaron la búsqueda encontraron huesos humanos en descampados y plazas de los suburbios, huesos que no pertenecían a la mujer. Pozos repletos de cuerpos. Para todos parecía normal. No para él. Allí había un desafío, investigar a quiénes pertenecían los restos, buscar a los asesinos y llevarlos a los estrados que solía ver en las series del cable. Los primeros años de facultad le enseñarían la diferencia entre la ilusión y los hechos que rodeaban ese mundo. También entendería que esos huesos tenían que ver con crímenes incomprensibles, muertes que le traerían a su vida nuevas dudas, y años después, nuevas decisiones. Nunca encontraron a la mujer. Había cenizas en la parrilla, mucha ceniza, pero nunca pudo enterarse del desenlace, porque comenzaron a molestarle otras cosas cuando entró a los claustros y percibió que había un pulso extraño y tentador que lo llevaba a otros lugares, acaso a algo que estaba más cerca de su origen y más lejos de los sueños que había aprendido de otros.
Los domingos, en la casa de su hermana, se recostaba en el césped mientras los demás gritaban en la piscina, o jugaban a las cartas. Cerraba los ojos y traía desde esa oscuridad los pensamientos que quería limpiar, los que tenía escondidos y pretendía desaparecerlos para siempre. Hacía el intento, no lo lograba, y recomenzaba desde la oscuridad, una y otra vez hasta quedar dormido. Cuando despertaba era atardecer, ya todos estaban sentados en la galería tomando mates, conversando sobre temas que seguramente, mientras su sueño, incluían su forma extraña de relacionarse, esa siesta fuera de foco y de lugar que a nadie incomodaba pero que los hacía sentir compasión o curiosidad. Allí comprendía que el tiempo había pasado demasiado rápido, y que al otro día, en el instante frente a la entrada del Centro Comunitario, volvería a sentir el peso arenoso de la tristeza.
¿Cómo pensaba antes el futuro? ¿Cómo lo pensaba muchos años antes, tantos que ese futuro que no era como lo había pensado, ahora era presente? El colectivo no pudo llegar al centro de Santiago. Las barricadas custodiaban las entradas, casi a un kilómetro de donde estaban extendiendo los alambrados, las barreras de alambre coronadas por púas que, en otro futuro que sería alguna vez presente, serían muros. Primero fue Buenos Aires. Después el dominó. Caminaron juntos, tomados de los brazos, y se dirigieron hacia la barrera azul y plateada que apuntaba y se cubría detrás de los escudos y los hidrantes. ¿Llegaría el dominó a San Miguel? ¿Llegaría también a San Pedro? Habrá que ir -pensó una vez más a casa, para ver a los viejos. Comer el último asado, mojarse los dedos en el agua cristalina que bajaba por la montaña, después de besar las raíces del monte. Por última vez. Porque hacía mucho tiempo que él había elegido estar al otro lado de las paredes.
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