Miércoles, 1 de febrero de 2012 | Hoy
Por Marcelo Britos
Un mes antes de morir, me dijo que nunca había escrito una historia de amor. Así, decía, historias de amor. Ella las encontraba en las películas más violentas, en una noticia, en un documental. Cuando vivía, ese era uno más de sus reclamos. Nunca. Imposible. Nada. Y toda su existencia parecía ser el segmento desde ese presente hasta el final, y en medio había que completar los días con eso --los de ella y cuando podía los nuestros- con lo que nunca habíamos hecho, con lo que no éramos, porque siempre podíamos ser algo mejor.
Un día antes, el día en el que tuvimos que sentarnos en su cama y mirarla a los ojos después de que el médico nos diera el veredicto, me dijo que no pospusiera el viaje. Que los sueños están hechos para cumplirse. Y como en una ráfaga llegó aquella escena de Blade Runner en la que el sintético, pudiendo matar a Decker, le extiende la mano y lo salva de la caída, y después se extingue, con los ojos abiertos y la mano salvadora abierta, amando la vida más que nunca, sabiendo que estaba por perderla. Y voy a ahorrarme el recuerdo de lo que sobrevino, no más que el correr del inconsciente mientras tecleo: el tubo oxidado en el rincón del hospital, bajarle los párpados, ver la uña amarilla sobre la piel pálida.
Barcelona conserva su abrazo, aún en estos días de dudas. Nada debería escaparse a su calor, al manto envolvente del Mediterráneo. Ningún desamparado, ninguna puerta cerrada, ningún ahogado en la costa. Santa María del Mar, la iglesia gótica que sobrevivió a todo, construida por obreros y piratas; solos, porque la oficialidad no la autorizó. Y ahí está, en pie. Hermosa, eterna. Como Barcelona.
París es de una belleza ordenada, pulcra. El Sena es azul oscuro, otras veces verde, otras gris. Pero siempre armoniza su color con la piedra de Notre Dame, con las barandas gruesas del Pont Neuf. Y la lluvia tersamente plateada, lo suficientemente fina para que pueda verse todo tras ella, salvo las caras que sólo se descubren en el silencio del metro. Pero aquí es distinto. Es caos. Detrás del arco de Trajano una iglesia cristiana; al fondo del callejón de una vidriera de Gucci, un hombre durmiendo en el piso, una rata que cruza a su lado, las luces rojas, blancas y azules sobre la Via Corso, a metros de la solemnidad de Víctor Manuel. Aquí hay barrios de mil años, como el Chiquilín de Bachín. En esas calles no hay veredas por que son de los hombres, por eso los autos frenan y agachan las miradas cuando ven piernas. De obreros. De esclavos. De modelos. De hombres que gritan a las ventanas los resultados del domingo.
Pero esto no es un diario de viaje, no. Es la historia que debo, porque unos días antes de irse me dijo que nunca había escrito una historia de amor.
También voy a ahorrarles los detalles, sólo por egoísta, sólo porque ni ese niño francés que come un pedazo de torta con el dedo y con la cuchara, ni nadie, debe saber más de esto que yo. Sólo porque es difícil para alguien que siempre a escrito sobre el dolor. La fiesta en el departamento del barrio Monti --el barrio de mil años-, las medias dejando ver la piel al límite del bordado, lo que no entendimos, lo que sí. La comisura de los labios. Cretino, in due ore si prende un aereo per Madrid.
La historia que conocemos es la del sufrimiento de los hombres. Lo dijo Mallarmé. Es la que nos cuentan. Las que conté. Algunos podrán contar la alegría, vaga y fugaz, de cada uno de los días en los siglos. ¿Alguien podrá? Y como si miráramos desde el Monte Mario, todo es el conjunto, toda la historia, toda la ciudad. Las columnas, la sangre de las fieras y los hombres, las iglesias, el silencio, la traición. Sordi, Magnani, Marcelo. Pero se abre una puerta, una puerta en un departamento del barrio de mil años, y cambia todo. Cambia el mundo.
Yo ya no soy. Ni el que escribe, ni el que intenta aferrar en el recuerdo la mirada azul. Gli occhi azzurri. Soy el que repasa con el alma esta historia debida, un último mandato de la sangre. Quizá lo haga para cubrir esa deuda, quizá lo haga por mí. Quizá por Roma. Las cosas no se hacen de un tirón. Por eso ya no estoy frente al francés que devoraba con fruición, en la galería Sordi. Madrid fría y gris, a horas del regreso. El lugar exacto que suele ofrecer la desesperación: tan cerca de volver sobre los pasos para no dejarla escapar, tan lejos de hacerlo.
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