Viernes, 8 de junio de 2012 | Hoy
CONTRATAPA › EL BOTE, 6
Por Beatriz Vignoli
-Esperá. Sacale a eso.
El fotógrafo se detiene. De pie entre el edificio y el río, busca su cámara. Le señalo una marca en forma de X, visible en el zócalo del muro de la planta baja, casi al ras de las baldosas de la vereda: un estencil pintado con aerosol en esmalte negro. Es una figura de unos treinta centímetros de alto. Cuesta ver que es una figura humana.
Lo va a sacar bien, hay buena luz natural. La luz viene del río; llega desde la ancha franja de agua centelleante, atravesando toda la calle y un extenso parque. No hay vereda de enfrente en esta calle. El parque es poco más que césped bien cortado como el de un campo de golf. La luz es cruda, de un blanco intenso: clásica luz otoñal atopiana. Por lo que sé y le explico al fotógrafo, la pintura es una versión simplificada (con las luces "quemadas", bien al estilo estencil) de un bajorrelieve gótico que representa el martirio de San Andrés. Hay copias numeradas de cada una, puestas en lugares elegidos: cada una de estas marcas indica la casa de un milico estaqueador.
-Malvinas, ¿no?
Sigo. Acá hay arte político. Esto es parte del proyecto Andresito. El proyecto Andresito es un escrache, a la vez audaz y sutil, obra de un colectivo de artistas autodenominado Desratización y Duelo. Una de las artistas me confirmará luego con más detalle el vago dato que tengo, ironía de la historia, de que la vida y obra de San Andrés mártir (hermano de San Pedro y primer obispo de Bizancio, quien fue crucificado en una crux decusata) dio origen a la cruz de San Andrés, esa equis roja que es un emblema tanto en la Union Jack como en la bandera escocesa y en la de uno de los regimientos de paracaidistas británicos que pelearon en 1982 en el Atlántico Sur.
-Sacale todas las fotos que puedas y sacale al contexto, a toda la pared. Que se vea bien la dirección. Es muy posible que a esto lo tapen mañana, si no hoy mismo.
El fotógrafo saca fotos, al sol de este raro verano tardío en pleno otoño, mientras le hablo. Me suena el celular. Atiendo y escucho una vez más el gruñido del Perro.
-No me hacés más esto, ¿eh?
-Tenemos un estaqueador escrachado. Disculpame. Tenemos un muerto NN en una bañera y a lo mejor el muerto es el estaqueador mismo. Estamos encontrándonos con lo que probablemente sea el primer acto de venganza documentado contra los crímenes de guerra de Malvinas. De ser así, esperaron treinta años. Pero ni deben ser ellos. Debe haber gente más joven en el rol de vengadores. Hasta pueden estar actuando a espaldas de las organizaciones de los ex combatientes: una ultrada, tanto la pintada como el muerto. Si es que tienen algo que ver. Si es que es eso. Hay una marca...
-Sssh... Me lo contás acá. Yo no puedo esperarte treinta años, ¿sabés?
-... pero creo que me estoy apresurando a sacar conclusiones.
-Mejor apresurate y venite. No me cagués así, Elle.
-Estoy hasta las manos con esto. ¿Me pasás a buscar?
-Grr.
-¿Eso fue un sí o un no?
El Perro es enorme, hermoso y malo, tan fibroso por dentro que se diría que no ha hecho otra cosa que jugar al rugby. A su diploma se lo enmarcaron bien lejos, para que no lo rompa. Nada que sea frágil puede durar mucho cerca del Perro. El Perro 1.0 viene en cinco modos: modo presentación, modo presentación Platino, modo amigote canchero, modo Neanderthal y modo silencio. Ultimamente su modo predeterminado es el modo silencio. Al rozarlo, cambia de golpe a modo Neanderthal. De modo que mucho me temo que esté por lanzar su versión 1.5, que incluye la función Search and Destroy. El Perro es inteligente, inteligentísimo. Adora el fuego, sólo por las tardes.
Pasan unos minutos y suena una bocina. Es él. Está enojado, enojadísimo. Mi tardanza lo humilla, lo oprime, lo derrota y lo enfurece. No está tan furioso como para no darse cuenta de que estoy pálida: no fue fácil tener que enfrentar lo que vi en esa bañera vuelta sarcófago. Tengo olor a vómito, me doy asco. Y el Perro trata de disimular el enojo. Pero lo que sí, se le han ido las ganas. Es uno de esos días en que piensa en no verme nunca más. Y me trata mal. Y yo termino por pensar lo mismo.
Lo único que nos saca de estos estados es jugar al Coyote y el Correcaminos. Por eso al camino desde su auto hasta el hotel (a través primero de la playa de estacionamiento y de la plaza después) lo hacemos corriendo. Esta vez me toca a mí: "Bíp, bíp", digo, y salgo corriendo. Y él me sigue. A veces es al revés: "Bíp, bíp", dice él, y yo lo corro. Gente grande. Adultos elegantes de entre treinta y cincuenta años.
Logro olvidar el olor a muerto que había en ese departamento devenido en cripta. La congoja negra que sentí, aunque fuera un desconocido. Antes, la muerte era una cosa que le sucedía a un conocido. Primero venía el nombre, en esas letritas de plástico sobre renglones de felpa... pero no voy a hablar de esto con el Perro. "Bíp, bíp", digo de nuevo. Y me detengo. Y el Perro me alcanza. Y me toca la nuca. Otras veces es él quien se detiene y yo que lo alcanzo y le toco la nuca. Descubrimos este juego por casualidad, ya que si hubiera aparecido de otro modo no sería un juego. Nadie entiende que no es una boludez. No es hacer mal las cosas. No es una regresión. O sí, pero entonces desfondamos la infancia: vamos al animal, para dejar de ser máquina. El juego del Coyote y el Correcaminos es nuestro momento de verdad. Es lo más cerca que podemos estar del verdadero amor. Es lo que lo saca al Perro de ser un avaro con los minutos. Es lo que me trae a mí desde los márgenes. Es lo que nos limpia de nuestras biografías. Es como hacer de la vida una canción, tan bella como serían todas las canciones si todas las canciones fueran inútiles. Si nadie esperara ni obtuviera de ellas fama ni fortuna, ni sexo ni gloria, ni discos ni nada. Bella como las canciones de antes, de antes de los discos. Así de bello es el Perro cuando juega: bello como la más inútil de las canciones. Porque antes de la música hubo sólo animales, y de los animales aprendimos a jugar.
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