Sábado, 30 de junio de 2012 | Hoy
Por Miriam Cairo
Los pescadores se balancean en sus barcos, las peluqueras afilan las tijeras, los ahogados beben las aguas del río, los peces vuelan, los dragones suspiran, las montañas se alzan y yo lleno los pozos de la luna. Sé que esta tarea tiene su costado inútil, pero por nada del mundo la abandonaría. La cumplo para forjarme un destino. Así lo entiendo yo cuando no amanezco impertérrita sino más bien dudosa de mi quehacer y sus delicias.
Yo sé que esta recóndita manera de tremolar las manos y echarme a volar en corto vuelo, no es gran cosa. Hay otras tareas notables. La de las criaturas amarillas, por ejemplo, que mantienen encendido el sol, desde el comienzo del tiempo. O la persistencia de los pinos que profesan el verde. O la cooperación generosa de lo mirado que se crea como si fuera real ante los ojos de quien lo mira. No hace falta que alguien más lo diga, yo misma lo sé: mi tarea es menor y prescindible, pero es mi tarea.
Y aunque los que están en la tierra afirmen que no sirve de nada llenar los pozos de allá arriba con magnolias de acá abajo yo no puedo dejar de hacerlo. No puedo dejar de pegar una por una las perlas de nácar sobre el cuello de la luna, ni puedo dejar de enhebrar sus tristezas incandescentes.
Viajo hacia adelante mirando hacia atrás, viajo hacia atrás mirando hacia adelante, he viajado sin nombre, cuando mi nombre no existía y me he deslizado por fuera del sueño, cuando el sueño se rehusaba. He marchado, convencida, incluso en aquellos momentos en que estaba separada de las cosas por un espacio vacío, y a cuyos confines ni siquiera intenté acercarme. He ido al anochecer, cuando los pensamientos comienzan a ser más libres, pero también a plena luz y a contrapelo.
De tanto llenar los pozos de la luna ya no sirvo para otra cosa. La luna es un ser demandante. Todos los pueblos no bastarían para colmarla. Se necesitaría un dios para soltar a tiempo los dorados pájaros de sus atardeceres.
Pero este imposible a mí no me pesa. Desde temprana edad llevo uno por uno los granos de arena, las escamas, las hormigas. Hago con la luna lo que siempre he hecho con los abismos. Y he bajado con el mismo amor el polvo del cielo, el serrín de las estrellas, las partículas del aire, la grava del silencio. No es como para vanagloriarme, lo sé. No he solucionado el problema de los caminos, ni he hallado petróleo, ni siquiera he cultivado con algo comestible alguno de mis surcos. Otros han hecho cosas mejores, o más viables, o más plausibles, pero sabrán entender que cada cual siembra con su semilla.
Esta habilidad de llenar los pozos visibles con cosas invisibles acaso sea una fuerza venida del lenguaje, o de los infiernos sagrados, o de los cielos infernales. Hablo desde abajo. Desde el carbón. Desde los metales. Desde la médula espinal, desde los ovillos.
Los astronautas dicen que tendré problemas, que algún día ya no podré bajar ni con las manos colmadas ni con las manos vacías. Dicen que quien hunde las manos en los pozos de la luna no tiene más remedio que convertirse en criatura del olvido. Pero los astronautas les tienen terror a las criaturas olvidadas, en cambio yo he nacido con ellas.
Además, los astronautas tienen transportaciones de las que no participo. Yo viajo a mi modo, sobre un color que ha olvidado su vieja sombra o sobre el sombrero de las tormentas. Viajo con toda la incertidumbre que soy capaz y con todos los temblores del universo. Pero cuando estoy sola frente a mi tarea, frente al espejo, frente a la historia, frene a tantas cosas sanas y salvas, pierdo noción de lo que son capaces de hacer los cometas, los astronautas o los historiadores y me pongo manos a la obra.
Confío, pese a todo, en mi tarea. En esto me he comportado como cualquier criatura de los abismos, como cualquier dragona, como cualquier palabra. Pero esta doble vida no me separa del mundo. Cada amanecer bajo corriendo hasta mi cama para despertar como una mujer y corro para alcanzar el micro de las siete, que se llena de maestros que van a la escuela, de enfermeras que aliviarán el dolor de sus enfermos, de mariposas de la oscuridad que regresan a sus hogares cubiertas de besos. Me mezclo entre ellos con facilidad aurífera. Somos todos del mismo mundo, de la misma esperanza. Llenadores de pozos, vaciadores de penas.
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