Jueves, 9 de agosto de 2012 | Hoy
Por Marcia Bredice
¿Y si Dios atendiera ahí? ¿Y si Dios fuera un enfermero como las seis enfermeras locas del Pickapoon Hospital de Carolina? ¿Y si Dios fuera un agente que corta tickets de turnos en la sala de ingreso de un hospital tan sucio como éste? ¿Y si Dios fuera un invento de Juan Gelman?
Ahora, que eran las dos de la tarde de un lunes cualquiera y ese hospital era un hospital cualquiera, no podía dejar de recordar esos versos ni de oír la voz de Juan, leyéndolos. De vez en cuando dejaba de pensarlo y repasaba las seis ventanitas insignificantes de la enfermería y trataba de desoír el aquelarre escandaloso de las mujeres de blanco; o contaba las tres, seis, once personas de la fila y multiplicaba por quince o por diez para consolarse de la espera. Cifraba la demora, resoplaba y volvía a multiplicar.
La recepcionista demoraba a otros dos en la ventanilla mientras sostenía el teléfono con su hombro derecho y ordenaba firmas y autorizaciones.
¿Y si la recepcionista fuera Dios? ¿Y si la recepcionista fuera Dios disfrazado de recepcionista? ¿Y si detrás de cada puerta estuviera Dios, asomando sus narices en las entrepiernas, como un ginecólogo? ¿Ordenando tubos de sangre etiquetados en el laboratorio? ¿Midiendo en la sangre la glicemia, como un hematólogo? ¿Anotando drogas paliativas en su recetario, como un oncólogo? ¿Haciéndole tacto a alguna, como un obstetra? ¿Disparando rayos, como un radiólogo? ¿Revisando fémures y clavículas sobre el negatoscopio, como un traumatólogo?
No era Dios, acaso, el que movía, de vez en cuando, la puerta vaivén de la antesala del quirófano o la puerta vaivén de la unidad de terapia intensiva, sino los zapatitos blancos de una doctora que se acercaba hasta un banco y repetía familiares de Molinero, familiares de Molinero... y los familiares se abrazaban y lloraban porque había muerto el abuelo y cómo le decían a los chicos que había muerto el abuelo. Los chicos, que no habían visto morir a nadie, que creían en que se era eterno y listo. Y los zapatitos blancos se alejaban y volvían a mover la puerta vaivén del quirófano o la terapia, guardándose el consuelo para los otros, los vivos, a los que les administraban altas dosis de vaya a saber qué sustancia de Dios para que no sintieran la muerte.
Y detrás del desfile de urgencias de la sala de guardia, de los cuerpos quemados, de los tobillos mordidos por perros rabiosos de raza, de los accidentados que transitaban su shock postraumático y su dolor abdominal, formaban fila los lesionados del alma y de su clase, los que no tenían ni obra social, ni credencial, ni número, ni monedas.
Volvían a desfilar las seis enfermeras del aquelarre con dos tubos de oxígeno para la sala contigua. Un insignificante camillero vestido de verde las seguía, con un pie de suero y la mandíbula dura.
¿Y si Dios fuera el camillero diminuto? ¿Y si Dios fuera camillero en el Rosendo García o en el Julio Corso? ¿Y si Dios fuera la mujer que vende diarios en Francia y San Juan?
¿Y si Dios fuera alguno de los tres hombres que esperan cruzados de piernas en la sala de urología?
Lo que hacemos en nuestra vida privada es cosa nuestra, decían las seis enfermeras locas de Gelman. Y en Pickapoon corrían los rumores de su comportamiento escandaloso, como ahora, que se dice que el doctor tuvo un contratiempo y no va a atender a nadie y cada uno de los once baja hasta el piso la mandíbula, mientras por la puerta trasera del hospital, el doctor se escapa con una enfermera, dicen los de mantenimiento. ¿Y si Dios fuera el encargado de mantenimiento de un hospital?
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