Lunes, 10 de septiembre de 2012 | Hoy
Por Marcia Bredice
Habíamos soñado con líderes olímpicos o intelectuales, artistas famosos y reconocidos en las revistas más ociosas de la farándula. Mamá iba a la peluquería todos los sábados, por las dudas. También la tía y la vecina de la tía, que era amiga de mamá.
A los recién recibidos les hacíamos un bautismo social, discreto, en la página de eventos y agradecimientos, y a los muertos les dedicábamos las necrológicas más esmeradas. Fuimos cerrándoles el calendario a los más viejos, a los que inesperadamente se pegaban un palo los fines de semana y a los que por causas naturales (y para conmoción de toda la sociedad serodinense) dejaban de vivir en los dos primeros tercios de vida.
Bordamos trajes y pegamos puntillas. Grabamos, sobre el papel vegetal, las fechas precisas de bautismos y casamientos, de festivales y carnavales y acontecimientos. Establecimos normas de conductas para los irreverentes, para los desasociados y ermitaños, para los solterones y los célibes. Hicimos caravanas en cada campeonato y cada mundial, plegamos guirnaldas estrafalarias en cada rincón del club y encendimos antorchas en cada ángulo de la cancha. Aplaudimos a los jugadores, a los desertores y a los egocéntricos. Enterramos a los suicidas y a los conspiradores.
Nos llenamos los bolsillos con cada cosecha y organizamos procesiones con cada sequía. Volvimos a ser los cristos de pesados crucifijos camino al calvario de la duda y resucitamos de nuestros preceptos para instaurar nuevas prohibiciones. Del no se dice al no se hace, del no se mira al no se muestra.
Mamá y la tía y la vecina de la tía lloraron emocionadas en los festejos y nos escribieron cartas de rumores y bendiciones y contradicciones.
Presentamos libros y novios, quejas y partes. Escribimos cartas de lectores al diario sobre el estado de las rutas y los caminos. Nos abrimos de piernas a las mentiras de los vendedores ambulantes y de los forasteros sospechosos de delitos.
Un día, sonó el teléfono y, entretenidos en la vigilia del festejo y el disimulo, atendimos.
Era de lejos y nos agarró desprevenidos. Decía que no sé quién, en no sé dónde, tenía a no sé quién, no sé cómo. Y le creímos. Tuvimos miedo a no ver más a quién, ni encontrar el cómo, ni saber dónde.
Se nos llenaron los ojos de lágrimas y temimos por las vidas de los Otros. Nos llenamos la boca de maldiciones y predicciones y futurismos.
Recolectamos cajas, millones de cajas y diarios, millones de diarios viejos. De a poco empezamos a doblar prolijamente la ingenuidad, los trajes, los manteles.
De a una fuimos apagando las velas que iluminaban la víspera de nuestras ceremonias.
Cerraron las peluquerías, las iglesias, los forrajes. La fábrica fue apilando las ruedas de caucho en depósitos polvorientos. Apagamos las máquinas que fabricaban fideos y el sacerdote archivó las actas matrimoniales. Dejamos que se resecara al sol la última tanda de ropa lavada a mano, los últimos zapallos de la época de los zapallos.
Detuvimos los péndulos en las huecas cajas disonantes y desconectamos los timbres de portadas y teléfonos.
Llamaron del diario para que contáramos todo, pero nadie quiso hablar ni salir en la foto. Apareció nuestro nombre en el titular y se dijo cuántos éramos y cuánto habíamos perdido.
Con opacas telas tapamos las ventanas para que nada se viera del otro lado y, descreídos de la prensa y los aplausos, empezamos a velar nuestra inocencia.
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