Viernes, 19 de octubre de 2012 | Hoy
CONTRATAPA › EL BOTE
Por Beatriz Vignoli
--¿Cuántas venganzas ha visto?
--¿Cuántas? Qué sé yo...
--Recordará alguna. Cuando apareció muerto el crítico Carrara, hace años...
--Pero eso no fue una venganza.
--No. Fue una intervención urbana de la Semana del Arte de Atopia.
--Bueno --dice el comisario Brunelleschi como si fuera a seguir hablando pero se detiene, se queda callado, con su cara silenciosa como un muro de adobe detrás del cual hay otro muro: el gris plomizo de su lugar habitual de trabajo. Para mí es novelesco, pero para él es su trabajo. Su rutina sedentaria. Unas rejas lo separan de los árboles reverdecidos que seguramente le recuerdan los días de la calle, de la juventud. No sé si su silencio ante mí es una virtud del hombre o del policía. O una virtud animal.
--Usted señaló, en aquel momento, una clara analogía con una obra de arte robada, un grabado de Goya, de la serie Los desastres de la guerra. ¿Justicia poética?
--La justicia nunca es poética, Elena.
Brunelleschi menea la cabeza y no dice más nada. Lo apuro y repite su cabeceo. Prefiere, por lo visto, reservarse su opinión (seguramente negativa). Como el Perro, Brunelleschi es de esos tipos que vienen con manual de instrucciones, sólo que el manual de instrucciones viene solamente en alemán y en japonés. O se perdió. O todavía no salió de la imprenta. O se lo comió el perro, con minúscula. Me toca entonces a mí conjeturar que el comisario opina que la racionalidad, en lo tocante a venganzas, no existe. Me gustaría hablarle del Infierno del Dante, de mi idea de que en toda venganza alienta algo del orden de la metáfora y ninguna es un puro acto, sino que su violencia pretende portar la consistencia y la fuerza de ley de una escritura, pero de una escritura irreversible. La venganza es un contrato que una parte firma con la sangre de la otra, me gustaría decirle pero él seguramente ya lo sabe. Y su silencio me intimida.
--La venganza es un contrato que una parte firma con la sangre de la otra --digo.
--¿Y?
--¿Y? ¿qué?
--¿Qué gana con saberlo?
--Nada. Lo mismo que se gana con ocultar la verdad.
Se pone a la defensiva. Construye mi celada, con su sospecha que inventa lo real. Yo no lo estaba acusando de nada pero ahora ya no puedo echarme atrás: soy su acusadora.
--¿Y usted se piensa que yo le estoy ocultando algo? ¿Y qué le puedo estar ocultando?
--Dígame usted.
--Yo no tengo nada que decirle. Pero usted, parece que sí.
--Yo solamente tengo una teoría, general, abstracta, sobre las posibles analogías formales, estéticas, digamos, entre la venganza y la ofensa. Usted comprobó la semejanza entre el asesinato de Carrara y un grabado de Goya... ¿se acuerda?
--Así que tiene una teoría. Usted vio demasiadas películas.
--Bueno, por lo visto el grabado de Goya es un tema sensible.
--Los temas no sienten nada. Mire, le voy a decir una cosa. Un loco, cualquier loco, un loco sacado, un loco celoso, agarra lo primero que encuentra, ¿me entiende? Lo que tiene a mano. Cualquier idiota, enceguecido por la furia de matar, estudia el potencial letal de cualquier objeto en cuestión de fracciones de segundo, ¿me explico? No hay que ser ningún genio para achurar a un cristiano. La mente del asesino está sobrevalorada. Se lo digo yo, que, como usted bien lo sabe, veo barbaridades de estas todos los días.
Recuerdo mi última discusión con el Perro. Un monólogo, en realidad. Mío. El Perro se había emperrado en no hablarme y yo no lograba quebrar su silencio. Salí a la vereda a tomar aire y vi un cascote flojo. Eran varias baldosas juntas, con suficiente cemento pegado debajo como para constituir una masa contundente dado un suficiente momento de aceleración, que mis manos estaban más que dispuestas a imprimirle. La idea de quebrarle el cráneo no me desagradaba. Tuve que hacer un esfuerzo por inhibir el impulso. Sabía cómo terminaría: el cascote en el piso, el Perro tan amado denunciándome por tentativa de homicidio y convertido en enemigo definitivo.
--¿Apareció ese grabado?
--No. Y yo no lo tengo. ¿Qué pretende?
--Pretendo decirle que si los asesinos de Bianciotti fuesen veteranos conscriptos que en la guerra hubieran sido torturados por él, algo de eso se dejaría leer en el cadáver. Alguna marca, algún rastro habría de alguna retribución de lo sufrido. Digo, estaría atado, o congelado... Y por lo que se sabe de la autopsia, simplemente lo ahogaron.
--¡¿Y le parece poco?! ¿Qué esperaba?
--Algún tipo de firma.
--¿Firma? Y déle con el arte. Todo lo que usted busca es la foto para la primera plana.
--No, para la primera plana no. Para la página de Cultura. Todo documento de cultura es un documento de barbarie. ¿o era al revés? ¿Qué fue lo que dijo Benjamin?
--Tengo que trabajar. No tengo tiempo. No sé quién es Benjamin --rezonga Brunelleschi y se encierra en un silencio tan denso como el mármol de su nombre.
--¿Como un perro me ibas a matar, mi amor? --preguntará el Perro en un chat privado. ¿Qué ganará haciéndome saber que leyó mis pensamientos? Mis pensamientos escritos, porque yo tuve la infeliz idea de contar en un email la historia del cascote y él la de espiarme el correo. ¿Pretenderá asustarme? ¿Estará asustado él? La lista de sospechosos de haber ahogado al cabo primero Bianciotti es tan extensa como absurda. Pero creo que nadie se levanta una mañana acordándose del tipo que lo torturó hace treinta años en medio de una guerra y decide hacer algo. Descarto la venganza de plano, por lo menos la de sus ex subordinados. Lo que no se me había ocurrido, y pienso mientras camino por la vereda flanqueada de tilos que aún no florecieron pero pronto lo harán (noviembre siempre está más cerca de lo que parece) es que el grabado de Goya pueda tener algo que ver. Pero no se me ocurre qué. Que la hija de Bianciotti, Romina Montesco, es una mujer peligrosamente sanguinaria o al menos con un retorcidísimo sentido del humor, no me caben dudas. Todavía me resta hablar con la viuda, Rosa Bianciotti, también artista plástica, también bastante jodida, probablemente cornuda. Romina en nuestra entrevista dijo algo acerca de unas cartas. Espero no haber sido tan gil como para apagar el grabador... y sin embargo, la pregunta del millón no es ninguna de todas estas sino: ¿qué hago yo intentando resolver esto? ¿Qué hago pensando en esto? No soy detective ni periodista de Policiales. ¿Qué hago yendo a lo de Rosa?
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